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Carta del Rector a los Estudiantes

     Año de la Autonomía. Mayo de 1958

No ha transcurrido aún el año desde el día en que se comenzaron nuestras gestiones cuando ya la Universidad goza – y padece – de autonomía. Goza porque el espíritu humano halla complacencia en su libertad y padece porque ese disfrute implica responsabilidad y trabajo.

Tal vez haya en todo esto más padecimientos que goce, porque la tarea que tenemos enfrente es tanto más grande cuanto más ausentes estamos de la historia de la República y porque muy poco se ha hecho por la cultura del pueblo. Graves son estos cargos. Pero la realidad es que los acontecimientos históricos de los iberoamericanos han girado casi siempre en torno a las disputas políticas avivadas por una clase directora tan apasionada como ignorante.  La Universidad ha quedado al margen.  La Universidad no ha podido desempeñar el papel de señorío que le corresponde. La Universidad ha permanecido en sus claustros mientras la vida marchaba sin su concurso por las plazas públicas, sin poder impulsar el desarrollo de las ciencias, las letras y las artes, desterrar la ignorancia, revestir al ser iberoamericano de su categoría humana y darle orgullo, dignidad y consistencia.

Recuperar el tiempo perdido es un trabajo enorme. Por lo tanto, hay que emprenderlo ahora mismo. Hacer el inventario de nuestras fuerzas positivas y ponerlas en marcha.  Tal vez la generación a la cual pertenezco pueda hacer muy poca cosa, pero queda el signo y la intención. Esta comienza con la autonomía, que es uno de los sucesos más grandes en la historia de la cultura nicaragüense, como lo ha sido también para los otros pueblos hermanos del Continente desde los acontecimientos que se iniciaron en la Universidad de Córdoba, Argentina, en 1918.

Al conseguir la autonomía, que es el realizar y determinar nuestra vida por nuestra propia libertad, nos echamos un peso encima. Ya no podremos culpar a los gobiernos de nuestra ineficiencia ni pretextar que su intervención impide colocarnos en la órbita que merecemos. Cierto que pueden quedar resabios de costumbres perjudiciales para la pureza de nuestra institución, pero nuestro deber es no entretenerlos y seguir adelante en afanes de altura, que así quedarán eliminados por su propio peso.

Muy poca cosa nos costó a los universitarios el privilegio de ser autónomos. En otros países hermanos, para conseguirlo, se derramó sangre de juventud y se malograron muchas vidas estudiantiles que han quedado errantes y como desplazadas de su natural regazo. Pero ello no quiere decir que no apreciemos en lo que vale tal situación. Se ha dicho que Centroamérica se hizo independiente de España como una fruta madura que cae por sí sola y que fue una consecuencia de las tremendas luchas sostenidas por los libertadores de espada y libro en el resto de nuestra América. Que por tal circunstancia nos separamos los unos de los otros y hemos andado así, a la deriva, sin encontrar asidero. Esto no debe ocurrimos si es que, infortunadamente, nos manejamos mal con nuestro nuevo estatuto.

Hay que recordar que nuestra autonomía se sustenta en un decreto del Poder Ejecutivo emitido por delegación del Congreso, lo cual no es suficiente para garantizar el privilegio de desatarnos de una tradición de siglo y medio que nos mantenía sujetos a los humores de la política militante. Con esto quiero decir que para consolidar nuestra situación es necesario elevarla a la categoría de principio constitucional, señalando, además, un porcentaje del Presupuesto Nacional para nutrir el nuestro y cumplir así, con cabalidad, el compromiso que nos liga con el Estado que cada día necesita de más personal capacitado en la creciente complicación de su servicio y con el pueblo nicaragüense.

También tenemos otros compromisos: con los hermanos de Centroamérica y con el resto del Continente. Pertenecemos a una comunidad con intereses cada vez más dependientes los unos de los otros. Intereses de todo tipo: políticos, culturales, económicos, con los cuales tiene que ver la Universidad. Esta y las otras universidades, que tienen función social, función popular, función de ocuparse de la vida de nuestros países y elevarla al nivel que le corresponde. Si las otras universidades ya han comenzado a ejercer su acción beneficiosa y nos llevan por delante algunas décadas, debemos alcanzarlas y ponernos a la par, y trabajar todas juntas en este duro oficio de hacer hombres a los que casi han dejado de serlo, sumidos en la ignorancia, las enfermedades, la miseria y la desesperanza.

Nuestro concepto de la Universidad es humanístico, esto es, que lo esencial es el ser humano en sí y no la ciencia, la sociedad o el Estado. No es una logia, un claustro o sitio cerrado lleno de frialdad que interesa solamente a profesionales, intelectuales o científicos. Nada de eso: interesa también a comerciantes, campesinos, mendigos y grandes señores, porque de la Universidad depende la salud de todos, la prosperidad del país, las empresas agrícolas e industriales, la administración pública, el porvenir de nuestros hijos, la orientación del pensamiento. De su intervención depende el honor, la ley, las reglas morales que nacen de la razón, la investigación científica y la reputación del país.

La ausencia de la Universidad en la historia nacional ha impedido el desarrollo de Nicaragua en todos sus órdenes. No hemos podido explotar nuestras riquezas nacionales por falta de educación técnica, ni extirpar las enfermedades del pueblo – que rebotan contra las clases mejor equipadas – por falta de científicos e investigadores. Hemos hecho de este país un paraíso de extranjeros – y esto no es voz de «chauvinismo» – porque ellos, al venir aquí, se encuentran con que son más hábiles que nosotros: desde el manejo de un tractor hasta la exposición de una teoría filosófica.

Cualquiera que venga a esta tierra prodigiosa halla su prosperidad, y, cosa de paradoja, siendo el nicaragüense un caminante que no encuentra en ella, acomodo. Todo por falta de enseñanza, por no cultivar sus cualidades y emplear éstas a la buena de Dios. De lo que resulta que los comerciantes de nombres extranjeros implantan sus rótulos en las calles principales de las ciudades y desplazan a los criollos; que los empresarios tienen que mandar por técnicos al exterior para hacer marchar sus fábricas; que el gobierno recurre también al extranjero para manejar ferrocarriles, planificar servicios, equilibrar la moneda y las pocas librerías nuestras venden exclusivamente libros y revistas de fuera… mientras seguimos siendo calificados de país subdesarrollado o atrasado, de una economía semicolonial, productor de materias primas, cliente perpetuo de mercaderías, materiales y espirituales, y emigrante perenne que va desperdiciando su talento natural por los caminos del mundo.

Todo porque quienes nos han manejado han carecido de la responsabilidad necesaria que solamente se adquiere tras el conocimiento y su acción. Nosotros sólo hemos procedido con la acción porque hemos desdeñado la técnica y el conocimiento y por eso la hemos volcado en las empresas más fáciles: las aventuras políticas. Y así, el que pudo haber sido un gran pensador, un gran científico o un gran industrial, se ha convertido, por falta de horizontes, en un demagogo, en un capitán de montoneras, en un político profesional.

¡En qué maravillosas condiciones estaríamos ahora si aquellos que movieron la historia de Nicaragua se hubieran formado en el conocimiento de la moral y la ciencia, que es oficio de Universidad!

Al entrar a esta nueva etapa de la autonomía, hay que ponderar exactamente la importancia y la variedad del camino que tenemos enfrente. Hay que saber que las generaciones de universitarios que nos han precedido – siglo y medio de gente ansiosa por el conocimiento – marchitaron sus esperanzas en estas mismas aulas por carecer del privilegio de gobernarse por sí mismos, sin darse cuenta, muchas veces, de que hacía falta la libertad, como muertos que jamás saben del mundo sino por lo que oyen decir a las raíces de los árboles. Debemos estimar en su verdadero valor nuestra nueva situación y demostrar que sabemos manejarnos.

Hay que delinear, en primer término, el organismo que se halla en nuestras manos. Muchos lo han definido como el sitio en donde la gente hace preguntas; otros, como el lugar en donde se plantean problemas humanos, o en donde se realizan estudios profesionales, o se investigan y ejercitan las ciencias, las letras y las artes. Pero nuestra Universidad debe ser eso y más. Podría considerarse como una pequeña-gran República en permanente estado de alerta para servicio y defensa del Hombre; para salvarlo de Sí mismo y de lo que él ha creado para su mal; salvarlo de la gran catástrofe moral en que se halla y que no ha podido ser detenida por otros medios, porque no hay soluciones simples para problemas complejos. Nuestra contribución sería intentar una salvación integral del hombre, no sólo de una parte de él: como de su salud física, de las leyes civiles, de las leyes de la naturaleza, del cultivo del arte, sino que de todo eso reunido en sus diferentes aspectos, que para eso es Universidad que junta, compacta, unifica y armoniza las actividades y posibilidades humanas.

En consecuencia, la Universidad debe estar al servicio de la democracia y nunca del despotismo. De ninguna clase de despotismo, ni material ni espiritual. Para huir de este tremendo mal y acercarnos a la vida democrática, basta aprender, estudiar y conocer, porque es la ignorancia la que conduce al despotismo a través del servilismo y la corrupción. En este aspecto fundamental tenemos doble quehacer porque hay que luchar hasta contra el cinismo, contra mucha gente de importancia, entre los cuales se encuentran, infortunadamente, algunos profesionales universitarios de notoria incultura que no entienden lo que es Universidad y por ello mismo están desvinculados de ella y de sus valores.

Por otro lado, tenemos que encauzar también el natural carácter de rebeldía de la juventud. Tal fuerza extraordinaria hay que cultivarla y dirigirla hacia objetivos elevados. La rebeldía juvenil no tiene ese significado de violencia contra las cosas que ocurren en la calle. Es rebeldía contra la rutina científica, los absurdos convencionalismos morales, la injusticia o la pereza. Es nobleza, ímpetu y estímulo; es acción y pasión por los grandes valores del espíritu. No debe prestarse tan gran virtud a la explotación y al cálculo ni a empresas de objetivos transitorios e inmediatos. El estudiante es un ser en potencia y está llamado a una gran misión del futuro. No debe malograr su vida por ocuparse de asuntos antes de tiempo.

Siendo el estudiante el principal objetivo y la razón de ser de la Universidad, ésta es, por su naturaleza, un organismo en constante crecimiento y adaptación. Nunca está formada ni completada, porque si no moriría. O viviría como un ser vegetal que sólo espera su desintegración. Por eso es que aquí no puede aspirarse jamás a un clima de paz, como si estuviéramos esperando y viviendo para la muerte, como dos sacerdotes tibetanos. Nada de eso. Porque también la realidad del mundo que nos rodea es de combate y beligerancia. Una lucha a muerte entre unos valores y otros, en la cual tenemos que prepararnos para defender los nuestros y destruir los ajenos. Hay que adiestrarnos con armas del saber, del conocer y del actuar. O sea, ciencia, sabiduría y voluntad. No podemos renunciar a vivir. Lo que nos asedia es innumerable y poderoso. Es tanto la ignorancia como la falacia de doctrinas antihumanas y despóticas.

Esto quiere decir que el estudiante debe extender su mundo fuera de las aulas; ir y venir del pueblo; relacionarse con los graduados y saber que dentro de poco tiempo también tendrá que ser un graduado y estará en la obligación constante con quienes le siguen los pasos. Debe compenetrarse y entenderse con los otros estudiantes de Centroamérica y vincularse con los demás, porque de ellos también será el mundo del mañana. Nosotros ya no somos islas que pertenecen a un archipiélago de individualistas. Todos los seres humanos somos un sólo continente y así hay que concebirlo.

Por ello hay que tratar de establecer el equilibrio entre esas dos grandes fuerzas que pretenden disputarse la hegemonía mundial: sociedad versus individuo. Y aquí no hay receta, sino actitud. La nuestra debe ser una actitud humana. Y si tenemos que sacrificar algo para fundar una sociedad que sirva de clima necesario para que se desarrolle la persona, hay que hacerlo, toda vez que su objetivo sea ése, en función humana, que ni la mengüe ni destruya, ni se vuelva contra su creador.

Nosotros pertenecemos a un mundo iberoamericano de características propias. Excesivamente deformado, pero de grandes virtudes para su rehabilitación. En realidad, es mundo al margen de lo que se llama cultura occidental, porque muy poco hemos contribuido a la formación de esa cultura: ni científicos, ni filósofos, ni estadistas, ni muchas otras cosas. Estamos como desplazados de los grandes focos del mundo europeo, y hemos venido así desde la época de Felipe II, rey de empresas quijotescas y, por lo tanto, irreales. Tampoco tenemos una fisonomía muy definida, o, si acaso, apenas formada. No sabemos cómo dirigirnos. Somos países mental, espiritual y materialmente subdesarrollados. ¡Ya vemos qué gran empresa tenemos enfrente los universitarios!: En los laboratorios, las bibliotecas, las selvas, los pueblos, los gobiernos… A todos hay que obligar a trabajar rudamente para incorporarnos a la vida que vemos a control remoto. A concebir el mundo no metafísicamente, que ya tenemos demasiado de molinos de viento, desde el Renacimiento a la fecha.

Nuestro trabajo debe ser metódico y real. Nada de escolastismos, que eso nos ha costado demasiado caro. Nada de pereza para imaginar simplemente una premisa y luego otra y deducir de ambas una conclusión que de antemano ya conocíamos. Esa es una tarea de indolentes mentales. Todo hay que comprobarlo, volverlo a comprobar, dudarlo y no creerlo definitivo. Nuestro mundo es cambiante y vario y nada puede concebirse como estable y seguro.

Ese imaginar metafísico es una de las características del conocimiento del mundo en nuestro ámbito iberoamericano. A fuerza de pensar excesivamente en lo eterno, de las cosas que pasan tejas arriba, somos demasiado inclinados a lo provisional en lo de tejas abajo, reacios al planeamiento y a la previsión, muy dados a la ligereza antes que a la profundidad. Pero tenemos, en cambio, grandes y bellas virtudes intrínsecas que hay que sacar a la luz y utilizarlas en beneficio de los demás. ¿Qué pueblos, pregunto, pueden hallarse tan adornados como los nuestros, de abnegación y heroísmo, de generosidad y humanitarismo? Y por lo que toca especialmente a los nicaragüenses, hay que agregar las virtudes de la caridad, la hospitalidad y la alegría, pese a todas las tragedias que hemos padecido. ¿Quién como nosotros olvida tan fácilmente los agravios y es, de natural, tan bondadoso?  ¿No es esto riqueza del corazón en un mundo que tanta falta tiene de ellos?

Amigos universitarios:

Este es el primer año de nuestra autonomía y debemos ir acomodándonos a nuestra pequeña gran República. Ayudándonos los unos a los otros en este mundo de la cultura que nos es común. Es el año de las transformaciones. De la integración de autoridades, catedráticos, estudiantes, graduados y el mundo exterior. De un mundo exterior que nos contempla con curiosidad y esperanza. De una gran cantidad de nicaragüenses: gentes del gobierno, del pueblo, de las clases elevadas; de periodistas, artesanos, campesinos… todos nos observan a ver qué hacemos aquí. Por eso debemos de mantener una actitud de interés para todos. No debemos de ser ostentosos ni ensimismados. No formar un ámbito aparte; no ser arrogantes, ni rebeldes sin causa. Saber que somos una élite y por lo tanto con muchos más deberes que derechos, más obligados, más severos, virtuosos y disciplinados, con disciplina de espíritu y no de pasodoble, más necesarios a la Patria que ningún otro grupo, porque somos universitarios y es en nosotros en donde está el honor, el orgullo y el prestigio nacional.

Os invito, pues, compañeros, a entrar a nuestra Universidad. Tomad posesión de ella.