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Por Mariano Fiallos Gil*

Curiosa cosa ésta, que los nicaragüenses celebremos el recuerdo de nuestro más grande compatriota, Rubén Darío, no en el día de su natalicio, ni en el de ninguno de sus gloriosos triunfos, sino en el aniversario de su muerte, que más que su cuna tengamos presente su sepulcro, que antes que en su advenimiento, cuando Dios nos hizo el mejor regalo de que puede enorgullecerse un pueblo, pensemos en su desaparición, tras larga y dolorosa agonía a la que asistía Nicaragua entera, no irrespetuosamente sino embargada del misterio de la pasión y muerte de un ser extraordinario que para los nicaragüenses era, como sigue siendo, divinal.

A pocos pueblos les ha sido dado, como a ese noble pueblo, hace medio siglo, esa experiencia de tragedia en el sentido religioso griego, de ver cómo el Héroe amado que a todos representa vuelve los ojos en dolor y convierte en sudores su sangre y estertor penoso y cada vez más débil el aliento de lo que fue su voz. Al azar, solo podemos recordar cuando Francia estaba pendiente de la agonía en Santa Elena, del gran corso y conquistador, o cuando “La cara Lutecia”, lloraba inconsolable y atónita la muerte del glorioso autor de “Hernani” y “Los Miserables”, “aquel Genio encarnado en el cuerpo de un hombre”, como dijera Rubén del Supremo Pontífice del Romanticismo, en su magistral poema “Víctor Hugo y la Tumba”, o cuando, en San Pedro Alejandrino, Colombia entera vio estremecida cómo agonizaba en gran pobreza y soledad el genial Libertador, y cómo la Nación norteamericana, salvada por fin de la catástrofe de la desunión de sus Estados, retenía el aliento mientras el maravilloso Emancipador, leñador y Estadista, casi tocando de santidad, entregaba lentamente el alma por la herida que un demente asesino le asestara. El espectáculo de la muerte de los héroes tiene indiscutiblemente un gran poder purificador. En Atenas se repetía en el Teatro, año con año, en obras de la más elevada poesía. Y cuando lo mejor de la grandeza de las viejas religiones del Mediterráneo se volcó en la verdadera Religión única del Cristianismo, también fue la pasión y muerte del Redentor del Mundo el motivo del rito más sagrado, la Santa Misa y de la conmemoración anual más piadosa y espléndida a la vez que el mundo ha contemplado, la Semana Santa.

Digamos, pues, porque ello es así, que estas celebraciones anuales de Nicaragua en conmemoración de la muerte de su gran poeta, que es su auténtica gloria, obedecen a un impulso religioso que tiene la virtud de unirnos estrechamente en vínculos de hermanos, pues al conjuro de Darío desaparecen las divisiones y las rivalidades, las ambiciones malsanas esconden sus cabezas de hidra y en una fecha como ésta el fervor unánime de los nicaragüenses es el de una Patria que se viste, como la Reina del Cielo, con los cielos mismos tachonados de estrellas, con un manto que a todos cobija, hecho de los cantos maravillosos del gran rapsoda incomparable.

Y en un alto sentir ésta es fiesta, -fiesta solemne y sagrada- porque, junto con su significación patriótica mucho más que meramente literaria, ella significa, y año con año reafirma, que la Muerte no llevó a Darío al olvido, a la región tenebrosa del Averno, sino a la inmortalidad. En el aniversario de la muerte de Rubén se celebra su recuerdo en un misterio del misticismo seguro y hermoso del pueblo nicaragüense, el misterio de que, en el instante mismo de morir, Rubén Darío venció a la muerte misma, y vive y vivirá mientras más de veinte pueblos y más de un centenar y medio de millones de gentes de habla española se enternezcan con la belleza magnífica de su estro infinito.

De la manera más íntima, Darío es de Nicaragua, no sólo por la circunstancia de haber nacido en Metapa, de padres nicaragüenses, de sangre hispana y también nagrandana o chorotega, sino porque el amor a la belleza de la tierra él lo aprendió de nuestra naturaleza desde cuando, balbuceante su Musa todavía, concibió la dulzura y la ventura de la vida, como

“Una senda

Grata y feliz

Llena de flores,

De panoramas encantadores

Como las selvas

Del Nindirí”

O cuando, señala, en una estampa bucólica, al buey que vio en su niñez, echando vaho un día bajo el nicaragüense sol de encendidos oros, en la hacienda fecunda, plena de armonía del trópico.

Todo el trópico está, por Nicaragua, en Darío. En su peregrinaje por el mundo se llevó el trópico consigo. Recordemos aquellos versos, entre juguetones y terribles, en las que nos dice cómo, poseedor de una esfera de madera recubierta del mapa-mundi, se sentía dueño del planeta, y una noche la mirada fijó sobre Inglaterra y dijo viendo a Londres. ¡Qué pequeño! Sin arrancarla de mapa alguno, sino con la delicadeza de quien corta una flor, Darío espiritualmente tomó a toda Nicaragua y la incrustó en su corazón.

No hay Nicaragüense que no repita emocionado aquella estrofa infinita “Si pequeña es la Patria uno grande la sueña. Mis ilusiones y mis deseos, y mis esperanzas, me dicen que no hay Patria pequeña, y León es hoy a mí como Roma o París”. O no evoque la quintaesencia de su alma expresada en la hora de su retorno triunfal:

“Suaves reminiscencias de los primeros años

Me brindaron consuelo en países extraños;

Y hoy sé, por el destino prodigioso y fatal,

Que si es amarga y dura la sal de que habla Dante,

No hay miel tan deleitosa, tan fina y tan fragante

Como la miel divina de la tierra natal”

Otros volcanes vería en su vida, incomparablemente más altos, como los de los Andes, otros más célebres en las letras universales, como el Vesubio, que es gloria de Nápoles, y como el Etna, en cuyas entrañas rugen todavía los titanes vencidos, pero para Darío el volcán por excelencia fue el Momotombo, y muchos mares vio y en muchas navegó, fiel a la divisa de que “navegar es necesario”, pero los mares de sus versos, donde quiera que los cantara, serían los que en su adolescencia conoció en

“aqueste suelo prolífico

Que está lamiendo el Pacífico

Y está arrullando el Atlántico…”

Nicaragua palpita, Nicaragua asoma, a veces inesperadamente, en toda la obra lírica de Darío, como por ejemplo –un ejemplo que podemos multiplicar- en aquel poema de su madurez, “La Gesta del Coso” en que nos describe y comenta una corrida de toros en algún lugar de América que seguramente no es Nicaragua, donde esa fiesta brava no se ha aclimatado como en Lima, o en Caracas, o en Bogotá. En ese poema, de pronto, surge la visión de Nicaragua, cuando en la parla del buey dice este manso animal:

“Mi testuz sabe resistir, y llevo

Sobre los pedregales la carreta

Cuyas ruedas rechinan, y en cuya alta

Carga de pasto crujidor, a veces

Cantan versos los fuertes campesinos…”

Con que nos pinta un paisaje enteramente nicaragüense que él debió haber visto infinidad de veces en su León de Nicaragua, y que se le quedó grabado en la mente y surgió al calor de la inspiración de ese poema. Es así como, en toda su poesía, “Mercurio lleva ciertamente el caduceo de manera triunfal en su dulce país y brota pura, hecha por su deseo, en cada piedra una mágica flor de lis”, conforme él mismo dijo que es su amor a Nicaragua presentado en símbolo de heráldica regia a la vez de París y de Florencia.

De manera muy íntima, Darío es el poeta de Centro América, el vate prodigioso que amó y cantó a la unión de nuestras Repúblicas dispersas. Cantó la Unión más que ninguno de sus otros temas, y ahora que al influjo de un elevado sentimiento centroamericano se organizan nuestros esfuerzos regionalistas en forma técnica y experta, para lograr un mejor porvenir para el hombre de nuestras privilegiadas tierras, más nos estremecen aquellos versos de Darío en que clamando nos dice:

“Centroamérica espera

Que le den su guirnalda y su bandera!

Centroamérica grita

Que le duelen sus miembros arrancados,

Y guarda con ardor la hora bendita

De verlos recobrados”

En la Organización de Estados Centroamericanos, flamea y rige el sentimiento unionista, cual Darío lo concibió, y junto con el espíritu inmortal que animó en Valle y en Barrundia, en Jerez y en Cabañas y en Barrios y en Morazán, perínclitos, irradia luz de fe y de esperanza el alma de Darío, alma grande que se extiende más allá del Istmo, por la América toda, hermanándose con el alma de Bolívar, y más allá, porque en el alma de Darío se abrazan para unirse, se identifican y jamás pueden separarse, la de España misma y la de las remotas Filipinas, y la de Francia e Italia y Portugal, sumándose en su gloria de todos los pueblos latinos, por su tremenda devoción a la cultura de la latinidad.

Intensamente nacional, nicaragüense, centroamericano, americano, Darío es todavía más vasto en lo que abarca el Orbe, y esta grandeza semejante a la homérica que abarcó a todos los pueblos griegos, tal vez ningún poeta la ha alcanzado después de Homero, Todos los pueblos pueden admirar y amar a Dante florentino, pero solo Florencia, y sólo Italia pueden llamarlo suyo, y todos los pueblos pueden amar y admirar a Shakespeare y a Goethe, pero sólo Inglaterra y sólo Alemania pueden decirle padre, pueden llamarlos hermano. A Darío lo conocen y reconocen como suyo los pueblos que él amó y cantó. Díganlo si no su soberano “Canto Épico a las Glorias de Chile” su maravilloso “Magnificat de la Raza”, que es la “Salutación del Optimista”, su “Salutación al Águila”, sus poemas de amor a los países indo hispánicos y a la vez a Francia, y otros poemas más, hasta aquel “Paz” que comienza con el verso de Petrarca:

“Lo vo gridando pace, pace, pace…”

Dentro de su gran amor a Centro América, Darío estuvo varias veces luchando por el Ideal Unionista como Director del Diario “La Unión”, que le confiara el malogrado Presidente Salvadoreño, General Francisco Menéndez. Fue en San Salvador donde Rubén contrajo matrimonio civil, y después religioso en Guatemala, con Rafaelita Contreras, su “Stella”. Trabó gran amistad con Francisco Antonio Gavidia, a quien él consideró siempre –con admiración y respeto- como su Maestro, como un humanista americano, como uno de los más inspirados poetas del Continente y con quien él “penetró en iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo, y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés con Gavidia, el primero seguramente, en ensayar en castellano a la manera francesa, surgió en Darío la idea de renovación literaria, que debía ampliar y realizar más tarde” como base indiscutible de la reforma que fue el Modernismo, según el glorioso Cantor nicaragüense dejó apuntado en las nítidas páginas de su Autobiografía.

Tanto se ha escrito en todas partes y se dice y se dirá en todos los idiomas, mientras los poetas- Torres de Dios, rompeolas de la Eternidad, como los llamaría él- existan en la tierra. Un admirable biógrafo de Rubén lo ha significado de una vez cuando ha afirmado enfáticamente que “todo el que se desanalfabetiza en América es un nuevo lector de Darío y el que nace con el don apolíneo no puede evitar escribir su nombre más de alguna vez». Darío es parte esencialísima del aire artístico que tiene que respirar el que nazca aquende del Atlántico. Es un indispensable y un inevitable como sólo Bolívar lo es también en América. Él es, Rubén, el sacerdote de la belleza que ofició la misa blanca del amor de América con intención de paz y de concordia y para que florezca en ella siempre el lirio divino de la cultura. Él es Darío, el mesiánico lirida de la Patria colombina, cuyo pasado canta en “Tutecotzimi”, cuya norma de acción creadora dicta en la “Salutación del Optimista”, y cuyo porvenir presiente en “La Voz de los Cisnes”, tan ilustres como Júpiter.

Cada año que pasa son menos los que conocieron al poeta en su juventud, y los que siendo niños y niñas lo conocieron en la plenitud de su grandeza, de su gloria. El día inexorable llegará cuando ya no aliente nadie que lo viera en su vestidura mortal, pero siempre, a medida que el Ideal Unionista de Rubén Darío se fortalezca y mientras estos pueblos perduren en su fe de Cristo y en su idioma de Castilla, él será presencia imborrable en nuestro medio. Su inmortalidad se nutrirá de nuestras vidas y la de nuestros hijos y la de los hijos de nuestros hijos, siempre fina y joven y sensible y vigorosa, siempre noble y leal.

Siguen pasando los años desde la muerte del lirida inmensurable que como hombre vivió en lo cotidiano y que como poeta no claudicó nunca, pues siempre tendió a la eternidad, y hoy es más nítido y más grande y más luminoso el severo mármol donde Antonio Machado colocó para siempre el nombre de Rubén Darío, su flauta y su lira, y hoy más que nunca es valedera la visión del fino poeta español novecentista de “Que nadie esa lira taña sino es el mismo Apolo, y nadie esa flauta suene si no es el mismo Pan”

Mientras tanto, continúa pasando el cortejo debajo de los arcos divinos de su Marcha Triunfal.

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