MINAS
Para acortar camino, el muchacho atravesó la última loma. Después descendió corriendo, tropezando en los cuarzos auríferos mientras los pies escabullían el filo de los cristales. Más allá, a un chillido de gavilán, el río ronroneaba su ruta en las pendientes o se complacía en sestear bajo las sombras, en las anchas pozas. Ahí, el mismo sol de mayo mordido por las piedras y las grietas de los llanos llameantes, se dejaba hacer mansamente cosquillas por las pepesca …
El muchacho se detuvo un rato. Muy cerca, al otro lado del río, la tierra de agricultura se extendía hacia el sur, crujiendo en las chicharras o llorando en los sinsontes que suplicaban para que el sol retorciera su pañuelo de nubes sobre la polvorienta piel de las huertas. El conocía ya el mugido del buey cenceño de guate y el negro color de las quemas en las chapodas.
Suspiró cogiendo huelgo. Por debajo de sus pies el oro encuevado se escondía en las bocas profundas. ¿De qué servía? No podían güirisearlo porque los mojones de las pertenencias a veces señalaban una tumba. Y si tenía suerte escarbando … tal vez le daba, como a sus hermanos, por jugar las pelotas de oro a la taba o bebérselo con las mujeres que llegaban los sábados. Y si trabajaba para la Compañía, ¿no era lo mismo?
Además …
Golpeó el suelo duramente y corrió hasta que el agua fresca del río apagó la llama de sus pies. Enfrente los cercados iban acompañando el camino, río abajo. Lo llevan lejos, lejos, bordeando las huertas, las chácaras y los cañaverales. Esto era distinto.
Seis meses hacía que no había visto ni al tata ni a la mama. ¿Qué estarían haciendo? A lo mejor sus viejos rostros agrietados como los troncos de los gruesos cenízaros temblarían de tristeza. ¿Quién había quedado con ellos? La Rosa, no más que la Rosa tonta que apenas podía hacer vibrar la lengua para llamar a la gallinas.
Porque lodos se habían venido en son de ganar la plata fácil en las cuevas de los minerales.
¿Y para qué?
Apresuró el paso. El recordaba que antes cuando todavía pajareaba en los diciembres cuajados de estrellas y d granos, ya por este tiempo de mayo, cuando los guanacastes echan las tiernas hojas verdes y los desnudos corteses se visten de amarillo todas estas tierras de los Morenos y los González los Ruices y los Ramírez estaban limpias de malezas, esperando solo las primeras aguas de la lluvia para que el fierro fuera levantando la torturada costa del verano. ¿Y ahora … ? Así, tan abandonadas debían estar también la de ellos.
Al acercarse, el viento que le soplaba a su espalda se anticipó avisándole a los perros de su llegada. Todos salieron de las casas a !adrarle. Conoció primero a Bravoleón, luego al Azabache, después a la Canela … y por último el aullido tierno de perros que todavía no sabían levantar la pata para orinar.
Ella dijo con indiferencia:
Pues allá hay una tortilla y un tuco de cuajada y tal vez otro tuco de dulce para el pinol …
Cuando lo toparon, casi lo tiran al suelo para para disimular el nudo que se le venía a la garganta.
Pero le sirvieron haciendo en la cocina. La tierra del piso sólo estaba barrida por donde la gente pasa. En los rincones las cucarachas se escondían entre las basuras. Los guacales y las jícaras llenas.
El tata y la mama lo quedaron mirando como pueden mirar los campesinos cuyos abuelos indios recibieron azotes de los otros abuelos españoles que soportaron las intemperies. Lo quedaron mirando como los que saben que las cosas son porque son. Que si ellos siembran su maíz, bien pueden no tapiscarlo. Si llueve poco, el sol enrolla las hojas. Si llueve mucho, la milpa se aguachina. Si el chapulín no se sienta, es cosa de la suerte. Si el gusano se encapulla, es cuestión que no se sabe. Si cosechan, puede venir una tropa y llevársela, o quemarla. Si a las gallinas les da moquillo o al chancho gordo le pica un alacrán. ¿qué se va a hacer?
Pues lo quedaron mirando así …
Y él no les preguntó nada. Sabía que más tarde, cuando se remansara el llanto que adentro estaba revuelto como la creciente del río en los temporales, le irían cayendo las palabras como las hojas de los árboles redondeados por el hacha.
Ahora la mama exclamó. no más:
Rosa vení ve, … ! aquí está Jacintoo …
Él contestó:
Si no tengo hambre mama …
Las porras estaban negras de puro sucias … Ah! si la Pastora y la Naya no se hubieran ido… Si Anselmo y Lolo estuvieran aquí todavía …
El, con sus quince años, sin ser hombre ni muchacho, con la misma voz indecisa de los pavones, el menor de todos no sabía qué hacer. Si decirles a sus tatas que fueran a traer a sus hermanos que no veían el sol por días de puro borrachos, o a sus hermanas, las muchachas a quienes los soldados nalgueaban cuando querían … talvez, mejor contarles que aquello de los minerales era bueno … en fin …
Pero la paciencia del viejo le iba agarrar la verdad como el mercurio agarra el oro que huye. Le escarbaría la veta que se le asomaba a los ojos y le bajaba el pecho y luego.
¿Y los muchachos?
Pues allá están …
-¿No se han enfermado?
No sé.
Ajá …
Este año quién sabe si sembramos …
Pues ellos tal vez no piensan venir a ayudarte.
El Bravoleón y el Azabache se le restregaban en los calzones. Jacinto se los quería quitar con el pie. Luego les acarició la cabeza …
¡Quitá perro carajo!
¿Y trajiste reales … ?
Pues mama, la comida, como allí en las minas es muy cara
La mama dijo:
Andá, vale, pues.
Y como quien va desprendiendo uno a uno los granos de la mazorca, les fue contando a los viejos de cómo los hermanos vivían en la mina.
Si se gana bien … yo no digo. Pero estar zampado en esos hoyos no es chiche. Y luego que uno sale con los culones pasconeados. Y como uno se aburre y ahí nomasito está el guaro … pues se embola. … y como llegan un montón de mujeres, todos los hombres tienen que pasar por ellas … y claro se revuelven los humores y por eso andan todos podridos y lo que no le sacan las mujeres … pues el coime se los saca …
Jacinto bostezó y se rascó las costillas para dentro. El viejo escupió y se rascó también. La mama buscó una escoba.
Todo esto era para darle tiempo a las amarguras de irse acomodando en el pecho.
El viejo se salió a la larde y miró cómo iban creciendo, a lo lejos, las blancas nubes del Telica. En otros tiempos, a esta hora, las hogueras de basura dejaban su mancha negra en los terrenos. El muchacho se ponía a perseguir a los conejos monteros. Los bueyes, de vuelta de los caminos fleteros del verano, esperaban pacientes a triturar los húmedos terrones con sus abiertas pezuña y a romper en surco, con inexorable lentitud, la compacta piel de la tierra.
Hoy …
La Compañía sólo eso nos vino a dejar … los hoyos no más … y la pendejera.
Jacinto miró al «Rociyo» que pastaba en los rastrojos. Se llevó la jáquima y le fue poniendo la albarda. El tata metió la cutacha en la vaina de la falda, mientras, temblorosamente, se montaba. Jacinto al anca. Dieron las espaldas a la casa, dejando retazos de silencio en los horcones. Los perros se les fueron detrás.
El tata adivinaba en las casa de los vecinos la encorvada tristeza de los otros tatas, mientras las raíces del monte se iban chupando el jugo de la tierra abandonada.
Los recuerdos sencillos se le agolparon en las grietas de su viejo corazón. Por aquí, hace muchos años, montado en otro «Rociyo» brioso y caminero hecho de su mano, se iba donde los Morales o los Ruices madrugadores. Se echaban sus buenos tragos, se peleaban y se herían … Pero aquello era distinto, porque las mujeres eran de cada uno no más, y el chancho era engordado con su propio maíz, y las tonadas eran propias también, y …
El compás del suave trote les iba apelmazando la angustia.
Cuando se acercaban a las cocinas de los minerales, que eran las primeras casas de los campamentos, ya la noche turbia había andado bastante. Se oían los fonógrafos escupir canciones por entre la llama de los candiles y uno que otro grito de borracho jactancioso …
Por el último repecho fueron subiendo. Casi al llegar, el bulto y el grito de una mujer que venía de arada asustó al «Rociyo».
¿Quién es ésa?
A saber.
Ellos se apartaron y siguieron subiendo.
Ahí no más, una sombra, torpemente, intentó tomar del freno a la bestia y con voz aboyada quiso imponerse débilmente.
Párense jodidos … apéense pendejos … !
El tata espoleó la cansada barriga de la bestia para escamotearle.
Parece la voz de Ruperto Morán, comentó.
Él es tata … así vive … así persiguen a las mujeres …
Cuando entraron en la calle orillada de casas forradas de basura, el humo de los candiles y hachones de pino humedecían los ojos. Algunos peones borrachos insultaban a los soldados. Una mujer de pelo desgreñado dejaba caer la cabeza sobre la mesa.
Se sentía un olor de axilas, fritangas, de sudor guaraliento. Al rededor de las mesas redondas los hombres se agrupaban en los chinamos, mientras los diminutos dados se perdían en las rudas manos arrugadas.
Por ahí debe andar Lolo …
Y Jacinto se bajó para buscarlo. Lo encontró entre el grupo de jugadores:
Oye vos Lolo …
Este tenía la voz atolosa.
Ideay jodido. ¿para qué me querés?
Allí le busca mi Tata …
Umhrr.
-Mi palabra mano.
¡Qué me importa!
¿Y Anselmo?
Allí no está, pues? …
Venile mano, mi palabra que ay está mi tata …
¿Y paqué me quiere?
Para que te vayas hom, vamonos.
Ah no … ni yo ni los otros se van, … no quieren irse. Las mujeres que se vayan si quieren, pero no quieren, y pagué? No están con sus hombres…pues? Y muchos,… Son chochadas manito …
El tala se le fue acercando. Jacinto lo vio. Lolo apenas lo pudo entrever por la cortina espesa de los ojos.
Jacinto dijo:
Está bolo Tala … tiene días de estar bolo … No quiere irse … ni Anselmo tampoco.
Después fueron a preguntarle a las mujeres. Estaban sirviendo de cantineras y apenas si les hicieron caso. Las minas, la música, los hombres, el guaro eran preferibles a tener que palmear tortillas en la línea …
Por eso el Tata y Jacinto emprendieron la vuelta, uno de ellos musitaba su maldición.
En el cielo no había un solo lucero última loma, en la madrugada la lluvia comenzó a gotear duro sobre los breñales …