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HOMENAJE A DARÍO Y DEBAYLE

 

(Discurso del Rector la noche del 8 de febrero de 1958 en la plazoleta de la Universidad).

El Rector de la Universidad, doctor Mariano Fiallos Gil, dijo el siguiente discurso:

La colocación de los bustos de Rubén Darío y del doctor Debayle en este sitio de la Universidad, tiene su propio significado en cada una de sus órbitas:  Las Letras y las Ciencias, y ambos simbolizan, en cierto modo, la proporción de su desarrollo en la escala de nuestra cultura.  El uno con el vocativo mágico de la poesía, con su resonancia universal, estado místico musical y rítmico, que es la primera manifestación en el asombro del mundo.  El otro, con su voz en nominativo, para designar las cosas y preguntarse por ellas, tratando, al mismo tiempo, de hallarles respuesta.  Ambos representan un estado del Espíritu en dos diferentes modos de ser, aparentemente contradictorios, pero en el fondo dialéctico y complementario.

Tanto el Príncipe de la Poesía castellana como el Maestro de numerosas generaciones de médicos de aquí y del resto de Centroamérica, fueron el producto de una época brillante en la historia de la cultura nicaragüense que se inició bajo el signo de la Libertad, de aires recién aprendidos, que, con un siglo de retraso, venían balbuceantes desde la Francia inmortal. Se a

dicho que Rubén fue excesivamente desproporcionado para nuestro deficiente desarrollo cultural, y, sin embargo, al examinar ese ciclo, especie de Renacimiento, que se operó en las dos últimas décadas del siglo pasado y la primera del presente, nos convenceremos de que él fue, como Debayle y como otras figuras de aquel tiempo, el resultado de una inquietud, de una rebeldía que se había apoderado de ellos con ímpetu de altos horizontes.  Rubén, autodidacto y laborioso, formó parte de esa generación y se contagió de esos aires de libertad que flotaban en las tertulias de literatos y estudiantes, estableciéndose el intercambio de sus propias angustias.  En verdad esa generación mereció a Rubén Darío como un fruto de todos. De otra manera sería imposible explicar el fenómeno de sus realizaciones.

Gran parte de ese nacimiento, más que renacimiento, fue debido a un hecho afortunado: el de la llegada al país de los profesores españoles, escogidos por Castelar, que habían sido desplazados con la derrota de la República del año 73. (He ahí la decisiva intervención de Educación Pública en el desarrollo de un pueblo.) Ellos se dispersaron por el país, pero los leoneses recibieron, en el Instituto Nacional, sus beneficios, o respondieron a sus enseñanzas con éxito mejor.  Ellos mostraron a los adolescentes un mundo nuevo, revolucionario, y un nuevo concepto del hombre sin la maldición de la maldad ignata, causa probable ésta, de la militancia autoritaria que ha sufrido por siglos, el ámbito de la Hispanidad.

Fue un ciclo extraordinario que se inició en la postrimería del régimen de los treinta años y que culminó con la revolución del 93.  Su centro de irradiación fue esta vieja ciudad universitaria, un poco contradictoria con sus campanarios liberales y sus piedras puritanas. Pero siempre alerta a las cosas nuevas y a las aventuras del Espíritu.  De ese ambiente palpitante, inigualado en la historia nacional, todavía estamos viviendo, y cuando tratamos de referirnos a nuestras glorias, hacia allá vamos en busca de ellas para consolarnos un poco de la decadencia que hoy padecemos.

Ese fue un período sin paralelo, en que cada cual representaba o, mejor, desempeñaba un papel sobre saliente en la importante obra del pensar y del sentir, y del oficio de divulgarlo por todas partes.  Debayle, recién venido de Francia, trajo un mensaje original de un nuevo concepto de la medicina: el mensaje de Pasteur con su evangelio del origen microbiano de las enfermedades: una nueva fisiología y una nueva patología que causó asombro y derribó conceptos milenarios lindantes con la brujería y la superstición, esos dos grandes obstáculos tribales del pensamiento que obscurecen y seguirán obscureciendo por mucho tiempo, el horizonte del Espíritu.

De esa misma época fueron fruto las instituciones jurídicas de la Constitución del 93 que se basaba — exageración también— en el concepto rusoniano de que el hombre es bueno por naturaleza, un exceso de liberalismo tan peligroso como su contrario: el del que es perverso desde que nace, origen indudable del despotismo, en todos los órdenes, inclusive en el de la educación y la filosofía.

De ahí el florecimiento de nuestro Código Civil y de la educación pública, de las investigaciones en los recién importados gabinetes, laboratorios y museos de física, química e historia natural, de la clasificación de la flora nicaragüense, del estudio de las ciencias sociales con los fervorosos partidarios del positivismo de Comte, o las agitadas controversias, entre teológicas y científicas, del origen de las especies de Darwin.

La perspectiva de este momento culminante que tenía su brillo hasta en las artes militares, muchas de cuyas enseñanzas, como las de orden jurídico y el vuelo del Azul… dariano, provenían del lejano Chile con el que tantos vínculos nos unen, no se volvió a repetir en Nicaragua y ha podido sobrevivir, incólume, a las censuras negativas: arte, ciencia y letras unidas en un sólo fervor, a pesar de los nubarrones políticos que ya se dejaban ver en el horizonte nacional…  Largos sufrimientos con la ocupación militar de los Estados Unidos en la segunda década de este siglo, cuando se produjo la muerte de Rubén y que había de liquidar toda una época, presentida por el vate, por el vaticinador, en su triunfal visita a Nicaragua en 1907, y en este su León, entonces hermoso todavía con sus calles empedradas, sus zaguanes de lajas, sus consejas y sus aparecidos.

Este año de 1907 es el año del presentimiento.  Fue el año en que los grises estaban ya pintados en nuestro destino, y en el del poeta, con su melancolía otoñal y filosófica.

La juventud nicaragüense, animada por su triunfo, aprendía el francés para conocer directamente cómo es que pontificaba Mallarmé desde su sitial parisino, o cómo sabían aquellas lejanas Flores del Mal, o los vagos vapores verlenianos.

Pero algo estaba ocurriendo ya en el alma dariana que regresaba de muchos mundos, pese a su auténtica inocencia.  Pues, al hallarse aquí con poetas reunidos en sociedades líricas como aquella que se llamaba El Alba, enfrascados en juegos florales y en canéforas y musas vestidas de blanco, reaccionó como para anunciarles el desastre e invitarles, de previo, a oficiar en altares de la realidad que se estaba viviendo.

El joven poeta, estudiante y patriota, Antonio Medrano, le saludó con versos entusiastas que terminaban así:

Escucha tu armonioso verso a mi verso rudo,

 más que vibra sincero por decir tu alabanza,

 Bienvenido en nombre de El Alba te saludo,

¿Qué es El Alba? Ya sabes: «el alba es la

esperanza».

 

Al principio lo recibieron como tal, y hasta los artesanos con cordiales intuiciones le ofrecieron la candidatura a la Presidencia de la República… ¿Qué hubiera sido, me pregunto, del tímido «Cisne» en ese tremendo ajetreo de gavilanes?

A los versos de Antonio Medrano, que era un manifiesto modernista, romántico y ya decadente de toda una juventud, Rubén respondió con aquel famoso discurso —pero ¿podía decir discursos Rubén? — en el Teatro Municipal, de León, que fue como un consejo, un vaticinio, o una ironía que liquidó, de una vez por todas, esa gloriosa época iniciada en las postrimerías del siglo XIX…

En vez de hacer versos:

Crezca nuestra labor agrícola —aconsejó el poeta —, auméntese y mejórese nuestra producción pecuaria, engrandézcanse nuestras industrias y nuestro movimiento comercial bajo el amparo de un gobierno atento al nacional desarrollo.  Y que todo esto sea alabado por las nueve musas nicaragüenses en templo propio.

 

O sea —digo yo: Trabajad primero y cantad después—.  Sed primero hormiga y luego cigarra para que cuando vengan los malos tiempos no os muráis de inanición.

Y los malos tiempos vinieron:

Seremos entregados a los bárbaros fieros

tantos millones de hombres hablamos inglés

ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros

¿callaremos ahora para llorar después?

 

Y había dicho: «El que nazca con su brasa en el pecho sufra eternamente la quemadura».

Y la sufrieron, y con qué terrible angustia, los que se quedaron con ella y otros que llegaron después: Santiago Argüello, Alfonso Cortés, el Padre Pallais, Lino Argüello, Salomón de la Selva, Juan de Dios Vanegas, Bernardo Prado Salinas, Antenor Sandino Hernández, Cornelio Sosa, Salvador y Joaquín Sacasa, Alí, Israel, Amadís, Alicia y los músicos como Mena y los pintores como Cuadra.

Y hasta su grande amigo, el maestro Debayle, padeciendo de las irradiaciones, rimaba versos modernistas con reminiscencias del viejo Hugo.

Ahora, después de tantos años, están uno al lado del otro bajo el antiguo cielo leonés, presidiendo afanes universitarios.  Y la inauguración de sus efigies queda como testimonio del genio, cuyo origen, para el poeta, hay que hallarlo en su extraordinaria capacidad para el trabajo y el estudio; y en el maestro Debayle, en su incansable trajinar por la ciencia, su activa curiosidad y su amor a la profesión y a sus discípulos.

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Señores: Esta noche la Universidad de Nicaragua cumplirá también su noble oficio honrando a dos notables figuras de las letras hispanoamericanas, otorgándoles título de Doctor Honoris Causa: a Raúl Silva Castro, chileno, que es como ser nicaragüense por anticipado, por su magnífica obra literaria, tan vinculada a nosotros por muchos eslabones, y a nuestro compatriota Salomón de la Selva, hijo espiritual de Rubén, poeta, erudito y humanista.

Y bajo los mejores augurios de nuestra antigua Universidad, en los linderos de un nuevo estatuto de autonomía que el Supremo Gobierno está por otorgar, hemos de cumplir nosotros, con los muertos y con los vivos, el tributo de las obras del Espíritu, cuya perennidad se halla muy por encima de todas las contingencias.