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POETA DE OJOS ABIERTOS

Yo fui discípulo del Padre Pallais en los años mozos del Instituto Nacional de León, cuando nos daba clase de Literatura; más bien, cuando entre otras cosas, nos leía el Quijote al modo como lo hubiera podido leer el propio don Miguel de Cervantes, a quien adoraba; sobre todo, la descripción de ese mundo bajo de venteros y conventillos, de la picardía, de los pequeños hermanos abandonados, ladronzuelos, prostitutas, juglares, saltimbanquis…todo ese mundo del siglo de oro, del Buscón, de don Francisco de Quevedo y Villegas, de la Celestina… (¡Y cuánto amaba al Arcipreste!) todos esos hermanitos en Jesús Nuestro Señor que andan por ahí sueltos y perseguidos por los pequeños serviles de los grandes señores, esos a quienes Pallais malquería porque les echaba la culpa de todos los malos aconteceres: los diputados, los obispos y jerarcas de la política y de la Iglesia, magistrados, que nada saben del amor del prójimo, porque anteponen su ju1ticia al amor.

En verdad que nunca, dio clases clásicas, conforme programes, ni de literatura ni de preceptiva, pero ¡qué admirable personalidad y qué manera de construir un mundo delante de nosotros y llevarnos de la mano por los caminos imaginarios de la literatura y la poesía! y del benedictino Gonzalo de Berceo y de la Vida de Santa Oria.

Si la Poesía nunca ha podido definirse, si tuvo, durante esos bellos años, con Pallais, ese misterioso don religioso de aparecérsenos veladamente, como tiene que ser o como pudo haber existido en el POIESIS griego, que abarcaba la divinidad, la música, el sentido, la fantasía y la realidad, pero una realidad bien distinta de la palpable y cruda, porque el oficio del poeta es el de construir un mundo propio y definido para su uso exclusivo y participárnoslo.

Pallais nos recitaba en griego y en latín, y en el antiguo castellano, al modo como debió labor empozado a salir espontáneo de las voces del pueblo, formándose, defectuoso, pero saliendo a la superficie con derecho propio, del vientre de Lacio,  para ensayarse a narrar las aventuras de mozas y caballeros en versos romanceros o en los balbuceos del teatro de Lope de Rueda y su «Paso de   las Aceitunas».

El Padre Pallais nos daba también clase de filosofía, lo cual era un paradoja: ¿Cómo es que un sacerdote puede dar clase de filosofía cuando su punto de referencia es la Fe y no la Razón?  Y si ese cura es, además, poeta y Pallais por añadidura, ¿Cómo podría compaginar su fantasía con el razonamiento ordenado y   académico?

Pero la filosofía de él era una prolongación de su poética y de sus cuentos o glosas, y bien valía la pena aquella sustitución.  El poeta es un creador y no un analista; y el primordial postulado de la poesía es la necesidad o, mejor, la voluntad de creer, y por ello ahí está en los libros sagradas del Ramayana y el Mahamarata, y en el Popol-Vu y en los salmos bíblicos.  Este sentimiento de creer ciegamente es la característica de la Poesía, y en este Pallais era maravilloso por sus cuatro costados y nunca podía haber sido filósofo porque para ello se necesitaba por lo menos la duda cartesiana.

El Padre Pallais, como todo poeta, arregla el mundo a su manera, haciéndolo mejor o peor, pero diferente a la realidad con un lente distinto, y describe ese mundo con palabras mucho mejores que el lenguaje ordinario, buscando los sonidos más musicales o que se acomoden a su deseo y que la voz humana o los instrumentos o el canto de la Naturaleza o la armonía del Universo, al modo pitagórico, puede darle.

El mundo que Pallais, como Poeta, se había construido, andaba con él y él mismo actuaba dentro de su mundo como si realmente viviera en él: un poco de Edad Media, un poco de Renacimiento, un poco de juglaría: de sotana rota, de dar a todos lo que tenía y lo que no tenía, de no llevar cuentas nunca, naturalmente.  Era un cura andariego hacía largas caminatas a pie, con sus discípulos bajo la protección del hermano Tarcisus, por el monte, y se quedaba viendo una lagartija o un hoyo de hormigas trabajadoras, y gritaba entusiasmado por algún venadillo pinto, por la guitarra de un peón que cantaba con su dejo melancólico alguna tonada antigua.  Amaba a las gentes humildes y la sencillez porque era esa la gente con quienes siempre anduvo Nuestro Señor Jesucristo, que escogió a sus apóstoles de la gleba, ignorantes de toda doblez y de todo refinamiento.

Sus recuerdos adolescentes de Flandes le quedaron imperecederos.  Especialmente de Brujas, la ciudad de los canales, patria de telas y encajes, de quietud y tiempo inmóvil.  Esa ciudad era el sitio en donde Pallais simbólicamente vivía y desde donde firmaba sus escritos.  En la vieja casa de su madre (sólo de una madre puede decirse: «A la sombra de este árbol, doy gracias al Señor haberme librado del sol abrazador») entre el ábside de Catedral y la torre barroca de la Recolección, estaba su Brujas verdadera, en una celda llena de libros y de santos, de ese olor típico que emana de la beatitud, rodeado de discípulos y pedigüeños, en los miércoles inolvidables, que eran los días en que no andaba de parroquia en parroquia, de pueblo en pueblo, predicando con sus ademanes de largos brazo que suplían, o enfatizaban, lo que quería decir de viva voz, porque siempre era bueno dejar algunas cosas sin decir.

Allí contaba cuentos de aparecidos, de gentes de otros tiempos, de coroneles y canónigos y mujerzuelas que él oía de su abuela, o que tal vez inventaba para hacer burla y gracia, con gracia dulce, nada ácida, de la cosas que él no le gustaban.  Si alguna vez San Francisco de Asís se burló de algo, debe haber sido para públicamente, soslayando las cosas para no herirlas, simbólicamente, como hacia Pallais.  Aunque algunas veces se indignaba, y había que oírlo en los sermones o discursos tronar como un Savonarola, pero volvía de nuevo a su juglaría, a contar cuentos por un «vaso de bon vino»; el «bon vino» era la risa de sus discípulos, el alegre júbilo de este cura burlón y saltimbanqui.  De este cura lleno de Cristo y de animadversión contra la jerarquía; naturalmente anarquista, y protestador del orden.

Amaba a los benedictinos y a sus mayúsculas primeras, y segundas, y terceras, y cuartas pacientemente dibujadas; ·y sus pareados alejandrinos monótonos de rima y de repeticiones, querían reflejar lo «cotidiano, el relajo de todos los días, de todas las horas iguales, a las que envidiaba en su quietud:

En el Prólogo de «Caminos» dice Pallais del metro dé sus libros anteriores y de éste que escribe:

«A todos mis Hermanos Escondidos»

Para «Espumas y Estrellas» el verso octosílabo, gracioso como la espuma y risueño como» las estrellas: para «A la Sombra del “Agua», el verso endecasílabo, dulce como esos hilos de agua mansos y oscuros que nadie conoce y nadie busca; y para «El Poema de los Caminos», el verso de catorce sílabas, cansado y monótono, pero con un cansancio amable y con una monotonía cariñosa: El amable cansancio de la vida que va por los caminos del tiempo diciendo sus catorce sílabas, a veces en hemistiquio gaudioso con la inocencia de las veraneras azules y la frescura de las hojas verdes; a veces en hemistiquio doloroso con el llanto de las hojas secas y la tristeza del buey; monotonía cariñosa de la vida que va por los caminos del tiempo diciendo sus catorce sílabas, como un benedictino de la Abadía de  Cluny en Borgoña, que ilustrando el misal del Padre Abad, en oro y plata, en gules, en armiño y en simple , de cuando en cuando se detiene para descansar pinta una mayúscula deleitable donde un ciervo de oro se desaltera en una fuente azur…»

Ahora Pallais ha muerto, pero, aun así, abre sus claros ejes hacia la vida del eterno refrigerio.