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MANGLE

 

El agua clara del estero corría mansamente; se miraba a su través la dorada arena como el ojo zarco de las garzas; el aire salobre de la playa acariciaba apenas su ancho lomo verde.  Aliento de sal, mar y de distancias.

Sus prietos pechos redondos florecían en la bandeja del agua, y el pelo, con olor a viento marino, le cubría la espalda trigueña de mestiza.

Desde la orilla, Matías Téllez, pescador, manglero y chan de las intrincadas marismas , la contemplaba con sonrisa de pez embobado.  Él se la había encontrado en las playas recogiendo conchas como alcatraza perdida en el espectáculo de las mareas, las rocas y las lunas saladas.  Sus muslos, ya hechos en las flojas arenas, se apretaban macizos como robalos sin escamas.  La espalda dura y las caderas –canastos de frutos ácidos—navegaban en las oscuras ondas de su cabello.  Pechos combos como velas.  Luces, lumbres y caracolas.

Ella, según dijo, era de las montañas.  Se la habían traído de criada una familia del interior que vino la temporada a un balneario vecino.  Enamorada del mar y de las playas se aquedó rodando por las arenas como cangrejo encandilado.  Le agradaba el viento cálido y el horizonte recto y le encantaba saber que las estrellas y la lunas bañaban sus luces en las quietas aguas de las noches transparentes, jugando en las vértebras espumosas de los tumbos.   parecía una diosa indígena de pétrea gracia perenne.

Ahora, zambulléndose en el agua mansa, entre risas y relinchos de yegua joven, emergía envuelta en gotas coloreadas de sol, resbalando traslúcidas sobre la piel tostada de brisas y tornasoles.

Matías Téllez reía también de gusto.

De  repente  unas lisas huidoras pasaron veloces azotando con sus delgados cuerpos.  El entonces dijo:

­Salite  ya.

­Ella  siguió  riendo.

­!Salite  ya -­repitió  él  con  azoramiento­ que  viene  el tiburón!

La  muchacha dio un pequeño grito de susto y corrió hacia golpeando las aguas con sus piernas pudorosa y andando encogida salió para cubrirse.

Él, con protección de macho arisco dijo señalándole:

­Volvé  a  ver.

A pocos metros de donde ella se bañaba hería el agua la negra aleta de un tiburón.

­Lo  viste,  verdad?

­¡Claro que lo vi!

Él se acercó un tanto, y ella, coqueta, se dejó besar la nuca.

–Ahora esperaremos aquí hasta que la marea empiece a subir.

Bueno.  Vamos a ver si comemos algo.

Y se apercibieron a encender leña para los cocimientos.

Matías Téllez se había enamorado de esta mujer como la ostra de la roca.

La soledad de su oficio, su vigor y su gusto por aquellos parajes habían encontrado en la muchacha lugar para recogerse, como la sal en las marismas o el mangle en el borde de los esteros.  La salud de ella, su alegría y las duras carnes altaneras le habían obligado a trabajar lejos de las gentes para que a los demás hombres no se les ocurriera deslizar sus miradas sobre los negros ojos.

Con ninguna mujer Matías Téllez había sido así.  A las otras, cuando salía a tirar una bomba en los remansos o a poner la red en las vaciantes o se marchaba por semanas a cortar mangle en los ñangales, las dejaba en cualquier parte como canoas encalladas en los arenales.

Con ésta era distinto.  Se la había metido hasta la  raíz.  Se la llevaba por todas partes.  Le enseñó a llamar a los peces, a dinamitar, a nadar bajo el agua, a colocar redes y dirigir la canoa.

Pero lo que ella siempre temía con nervios desbocados, eran las figuras obscuras de los tiburones.  Él le contaba que a veces cuando al tirar las bombas y dejarse ir largas y al agua para recoger los pescados, se aparecían los tiburones hambrientos disputándole al buzo su cosecha.  Que una vez a él le arrebataron de la mano un hermoso boca colorada.  Que había que andar muy ligero para que no se lo acabaran pronto.   Pero que los tiburones así no eran peligrosos.  Que no sólo, muchos pescadores tenían hasta conocidos en algunas .pozas y les sabían bien la maña, porque eran muy rápidos y astutos.

Cuando la marea empezó a subir echaron la canoa al agua.  La suave corriente de la llena los iba empujando hacia adentro.  El llevaba el canalete en la popa y ella se ladeó un tanto respirando con ganas la brisa salobre.  Los pájaros ya andaban haciendo cabriolas después de la siesta.  El sol estaba a cuarto cielo.  Tenían que remar muchos kilómetros internándose en el laberinto de brazos y golletes.  Buscar los manglares aún no explotados para venderles la corteza a los curtidores.

El sol había bajado algo.  A lo lejos se divisaba el tenue azul de los cerros.  Pero aquí cerca las cosas eran diferentes.  Ya empezaban los zancudos y los jejenes y ese olor típico a noche podrida de pantanos, de moluscos y de bacterias.  Sin embargo, el agua era tan clara que se veían las estrellas del otro lado de la tierra.  Era un silencio de ostiones y de fosforescencia. De golpes de remo y de nostalgia.

Ninguno de los dos pensaba.  Se metían dentro de sí mismos dejándose llevar por la marea triste de su raza vencida de paludismo, de mestizaje y de supercherías.

De repente algunos peces embobados o huidizos rompían la ventana transparente o algún piche pasaba chillando en el aire.

Él dijo:

­Vamos a esperar la otra llena.  Ojalá Ustaquio Pato» no se nos haya adelantado.

Ella contestó:

­Ojalá.

Y se volvieron a meter dentro de sí.

XXX

El bosque de mangles tenía sus largas raíces metidas en el lodazal.  Los hombres semi­desnudos pelaban los tallos entre nubes de insectos y pestilencias.  Allí vivían millares de seres de toda especie medrando del oscuro barro horadado de cangrejos , de conchas y lombrices.  Hojas podridas , excrementos y miasmas hirviendo en la oscura y espesa bóveda de los manglares.

Cuando ella se sintió rendida, se fue a la canoa.  Se quedó esperando un rato.  Matías Téllez, cubierto el cuerpo de lodo para defenderse de los mosquitos, hablaba a grandes voces con otros.  De vez en cuando se callaban y reían luego.  Algún chiste estaría contando.

La muchacha se abandonó con paciencia.  Sentía una extraña tristeza  como si estuviese metida el alma en agua sucia.

Matías llegó después.  Se tambaleaba.  Acomodaron la canoa en silencio.  Él se sentó en la popa y partieron.

En una vuelta, el hombre se bañó.  Tenía la piel cobriza agujereada de piquetes y los ojos encendidos.

–Puede que me venga la calentura—dijo.

La muchacha le quedó mirando con sorpresa.

­Aquí traigo un calabazo de guaro ­continuó­­.  Yo creo que el guaro y la quinina son buenos.

­Yo creo que sólo la quinina es buena­ advirtió ella.

­Qué sabes vos?

En ese «qué sabés vos» ella le notó algo extraño.  Pero no dijo nada.  Él tomó el calabazo y empezó a beber.  A ella le pareció que no acababa nunca y ya sabía lo que era el licor para los  hombres.  No en vano había presenciado montones de pleitos y machetazos en las comarcas de adentro.

­No bebás mucho­ le dijo.

–¿y a vos que te importa?  Yo creo que ha Pancho Chávez le podrías decir.  A mi no.  ¿Sabes?  ¡Pancho Chávez!… no lo creía.

La voz se le iba poniendo gruesa y pastosa y por detrás de los ojos el agua se le iba enturbiando de rencor.  No hay duda de que estaba poniéndose borracho.  Seguía bebiendo.

–Ya te conozco bien dijo arrastrando las letras—ya te conozco…

–¿No sabías qué?

–¡Ah – y lo negás, verdad?

­¡Claro que lo niego!  No seas bruto.

­Bruto?  Lo negás?… Fijate que estamos a medio estero y ya comienza la vaciante….  La vaciante…  A esta hora vienen los narizones a esperar el pescado.

A ella le dolió el corazón como si lo hubiese cogido un anzuelo y miró al hombre por encima del cargamento.  Con una gran angustia en la voz y en  los ojos le gritó:

­Qué  vas  a  hacer? ….  Qué vas a hacer?

­Qué voy a hacer?…  Ahora lo verás.  ¡Qué venga Pancho!  Y al decir esto se incorporó agarrándose de la borda dándole fuertes sacudidas a la canoa.

­!La vas a voltear ­­gritó ella.  ¡La vas a voltear!

­¡Claro que la voy a voltear!  ­contestó enronquecido.

Y de un violento esfuerzo se fu ladeándola  en medio de los gritos de ella.  Todo el cargamento se fue al agua.  Él se reía.  Ella se tiró al nado.  La  embarcación  quedó flotando con la panza hacia arriba como un lagarto muerto.

Ella buscaba la orilla.  Él le gritaba:

­¡Esperáme!     [Esperáme!     ¡Si son mentiras!

Ella siguió nadando con el terror en el rostro.  De repente se hundió con violencia.  Se vio un  remolinear de aguas y unas veloces aletas cortando la superficie.

El siguió gritando:       ¡.Esperáme!        ¡Esperáme!        ¡Esperáme, si son mentiras!  Mientras su llanto de borracho se iba como liviana cáscara arrastrado por la vaciante.