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EL SECRETO DE LI-LA-LON

 

Se llamaba Li­La­Lon y los estudiantes se complacían en brindarle piropos multicolores a su impasible rostro.  Repetían su nombre suave y pueril como un suspiro que se saborea bajo los árboles colegiales.  Li­La­Lon vivía detrás de la Universidad, bajo el sonido de las claras campanas de las iglesias y entre las congojas de las calles empedradas de sueño, de silencio y de siglo.  Su padre, Ju­Lan­Lon tenía un pequeño comercio que les daba lo suficiente para vivir y hacía justamente veinte años que había venido a la ciudad como un cargamento de contrabando.  La madre de Li­La­Lon había muerto como un animal cualquiera en la bodega del barco, mientras volcaba en el mundo cruel y terrible a la pálida criatura destilada al través de la piedra de las generaciones de aquella raza milenaria.  Esa chiquilla que luego llegaría a ser la frágil Li­La­Lon, en tierras de América, sin hambres, ni inundaciones, ni catástrofes; en donde no había que cultivar arroz necesariamente para comer, porque aquí había unos indios que lo hacían y lo cambiaban por un trozo de tela coloreada.  En donde a lo más.  les decían «paisanos» con un poco de apacible burla …

Todos los chinos de la ciudad que eran, naturalmente, comerciantes, cuando llegaban a la trastienda a comentar los sucesos de la vieja China, en su lenguaje infantil con voces nasales y boca abierta, saliéndoseles las palabras atropelladas y mordidas por los dientes negros de tabaco, la miraban codiciosos.

Ahí estaba el pequeño Pi­Po­Pu, por ejemplo, que cuando pasaba Li­La­Lon colgaba de una metáfora impalpable toda la gama de un amor imposible.  Se le iban los menudos ojos como dibujados por un chico para una exposición de cartones de fin de curso, detrás del callado caminar a pasos ingrávidos, como un soplo, de la muchacha.

El rico Chun­Chin­Chun de mejillas gordas y mantecosas, que le caían flácidas a los lados del cuello cada vez que Li­La­Lon balbucía alguna ingenua palabra.

Llegaba también el solemne Wu­Wei­Wi, alto, flaco y desgarbado, que se doblaba como metro de carpintero, como las tres W de su nombre, en las sillas de la tertulia, siempre que Li­La­Lon le miraba compadecida de su perenne melancolía.

Y llegaban muchos, pero Li­La­Lon apenas los miraba.

Ella era respetuosa con lodos y en especial con su viejo y honorable padre, a quien amaba tanto como las marcas a la vara de medir; no tenía relaciones con ninguna muchacha de la ciudad ni había ido nunca a la escuela; entre todos los de la tertulia le enseñaron las radicales chinas también las letras latinas; ella tenía la suficiente cultura para su oficio, que consistía dejar ir a un cliente regateador, en asear la casa.

Y ejercer los otros quehaceres domésticos.  Había que ver cómo preparaba Li­La­Lon los plato que  tanto agradaban a su padre: los pollos sin huesos, los pescados sin espinas, el chaumen o la sopa de apio.

Ella sabía muy bien el grado de calor del agua para que el perfumado té, las claras hojas de té, soltaran aquel suave perfume que se repartía en la cavidad bucal de sus paisanos que le gustaban todos los domingos; los chinos se habían convertido al catolicismo, pero se negaban a pagar las primicias.  Esas memorables tardes de los domingos se sentía en la trastienda un amable temblor emocionante porque ella, personalmente, repartía a sus paisanos la tónica bebida cálida y evaporante.

Los paisanos, por supuesto, pagaban a su honorable padre, a prorrata, el valor de su invitación con un pequeño recargo.  Ellos lo sabían, pero se consideraban sumamente complacidos y compensados porque tenían la oportunidad de rozarle, a veces, al descuido, la punta del meñique a la servidora.

Los estudiantes de la ciudad amaban a Li­La­Lon de una manera diferente y muchos poetas le hacían versos dulces y románticos porque Lí­La­Lon lo merecía.  Los estudiantes de matemáticas decían que las cejas de Li­La­Lon eran el signo de la radical, raíz enésima de misterio.  Los de derecho miraban su apacible rostro pálido y aseguraban convencer a cualquier jurado de su inocencia, aunque se hubiera cometido el crimen más grande.  Ellos se acordaban del juicio de Friné.  Los de medicina  se sorprendían de la armonía anatómica, de su fina tez de laca, del admirable funcionamiento endocrino­lógico …

Li­La­Lon no hacía caso a  nadie; ni del rico  Chun­Chin­Chun, ni del pequeño Pi­Po­Pu, ni del taciturno Wu­Wei­Wi, ni de ningún otro chino.  Tampoco hacía caso de ningún  estudiante.  Mucho menos a los ojos codiciosos del alcalde o a los sonrientes de un canónigo enamoradisco o a los obscenos del profesor de moral teórico-práctica de las escuelas de educación que unas beatas habían fundado.

Ella tenía un gato blanco de lomo blando y ondulante.  Le agradaba la elegancia y finura del anima nunca desgarbado y servil; el ronroneo de su caricia voluptuosa y la suave frotación de su cola enhiesta en su enagua de algodón …

Ella era indiferente.  Ella delante de sus paisanos y delante de todo el mundo era impasible y sometida siempre activa y fría.

Pero, siempre hay un pero …  Pero cuando nadie la veía sus ojos pequeños y nostálgicos se tornaban brillantes y expresivos; su cuerpo cobraba una indolencia y un abandono de hembra a quien la vieja raza hecha de renuncias y sacrificios no había tomado impasible.  Había calidez en el sopor del aire del trópico, en las calles estrechas y tontas de una ciudad saturada de torres.

Así transcurría la vida d  Li­La­Lon cuando….

Cuando una vez, mientras servía el té, su padre Ju­Lian­Lon y sus paisanos fueron testigos de una escena.  Esto sucedió mientras el radio del vecino empezó a toca una  canción antigua y conocida.  La voz ondulaba en el aire, acariciante, suplicante como la brasa de un cigarrillo al inconstante humo que busca su libertad.

Esta vez la mano de Li­La­Lon temblaba de un extraño estremecimiento.  Ellos lo notaron mientras recibían la taza de porcelana y miraron a su rostro en donde una brisa suave e inconfundible de emoción había orillado sus ojos.

Aquella noche su honorable padre la llamó y le dijo:

­Hija mía, deseo hablarte.

­Está bien padre, puedes ordenar lo que quieras ….

­El pequeño Pi­Po­Pu, el rico Chun­Chin­Chun y el taciturno Wu­Wei­Wi me han hablado esta tarde.

Hubo en ese instante un silencio.  Ella había aprendido que a sus mayores o a las personas respetables por cualquier mérito, no se les debe interrogar.  Por eso no dijo nada y esperó. Ella notaba que su padre tenía cierto embarazo para hablarle y aunque adivinaba la explicación, deseaba conocerla.

­Todos los tres, dijo su padre, son honorables personas y me agradaría que escogieras entre los tres a tu futuro esposo.

­Yo amo a mi padre, contestó ella, y estoy dispuesta a acatar su sabia voluntad.

­Te daré un mes para que elijas y cuando lo hayas hecho señalaremos el día de la ceremonia.

­Está. bien, amado padre.

Desde aquel día se apoderó de Li­La­Lon una gran tristeza y aunque trataba de disimularlo para no atormentar a su padre, todos la echaron de ver.

El pequeño Pi­Po­Pu, el rico Chun­Chin­Chun y el taciturno Wu­Wei­Wi esperaban ser, cada uno de ellos, el elegido.  Y comenzaron a hacerle  regalos costosos para ganarse su amor, a entornar más melancólicamente sus ojos chinos y a visitar con mayor asiduidad la pequeña tienda.  Cada uno de ellos trataba de encontrarse a solas con la muchacha, pero ninguno lo conseguía.

El pequeño Pi­Po­Pu comenzó a sentirse molesto con los otros dos y así el rico Chun­Chin­Chun y el taciturno Wu­We1­Wi ….

Los que antes eran amigos muy queridos y muy honorables, hoy, pendientes de los labios de Li­La­Lon, comenzaron a odiarse.

No se sabe cómo, pero lo  cierto es que este asunto lo supieron los estudiantes y luego, naturalmente, toda la ciudad.  El profesor de moral les  dio una conferencia a sus alumnos acerca de la hija de Ju­Lian­Lon y eso el canónigo y así el alcalde.

Las gentes, por curiosidad, llegaban a la tienda con el pretexto de comprar, pero en realidad, iban a enterarse de cómo estaba el rostro de Li­La­Lon y las caras de los chinos que habían abandonado su comercio para sumar méritos y constituirse en el elegido.

Así fue cómo la tienda de Ju­Lian­Lon se vi desde aquel día constantemente visitada y las gentes curiosas de la ciudad, para justificar su visita,  le compraban las telas y los cacharros a Ju­Lian­Lon.  Este, hombre inteligente, cuando el plazo iba concluyéndose y sintiendo que su negocio coincidía con sus sentimientos, llamó a su hija y le dijo:

­Hija mía, he observado en tu rostro que aún no has podido  elegir.

­Es muy cierto, querido padre.

­Pues, adorada hija, he decidido que es mejor esperar más y por lo tanto, tienes otro mes de plazo para hacerlo.

­Muchas gracias por tu benevolencia, honorable padre …

Esto también se supo en la ciudad no se sabe cómo y las gentes curiosas se multiplicaron   más ante aquella competencia.

Mientras tanto, Li­La­Lon se iba enflaqueciendo  y poniéndose mustia como  un heliotropo romántico guardado entre las hojas de un libro de clase.  Al mismo tiempo, Ju­Lian­Lon, con su comercio había vendido dos veces su existencia y decidió aumentar el local alquilando la casa contigua.

En vista de esto, llamó por tercera vez a su hija y le dijo:

­Hija mía, querida hija mía, tu pálido rostro me inspira mucha lástima y por lo tanto  es muy conveniente que pienses tu elección  más tiempo.  Tienes otro  mes.

Cuando el tormento de aquella espera se iba prolongando, el alma de Li­La­Lon empezó a acostumbrarse y volvió su cuerpo otra vez a transfigurarse en parábolas tenues superando el garbo de antes por la madurez de la convalecencia.

Mientras tanto, los chinos desconfiaban más unos de otros.  Los que oyeron sus discusiones no las podían repetir.  Las palabras chinas, salían con violencia gesticulatoria; trozadas y a medio hacer; descoyuntadas y retorcidas.

Era un ambiente verdaderamente confuso, típicamente chino.  Tenso y al mismo tiempo plácido, sin más que una sola y simple salida; y ésta era la eliminación total de los tres enamorados chinos.

Y así lo pensó Li­La­Lon, al principio con cierto temor; como algo pecaminoso pero efectivo, de desecharse al primer impulso, pero pegajoso después.  Este pensamiento tenía que ir germinando paso a paso, multiplicándose como algunas bacterias en progresión geométrica, creciendo con velocidad una tormenta acelerada.

Al principio esta clase de ideas tan radicales se presentan disfrazadas.  Li­La­Lon pensó en la muerte de los tres como la mejor forma de eliminación, pero con muerte natural.  algo venido de Dios… pero al pensar en Dios pensó también, por contrasentido, en el Diablo, porque éste le ofrecía un camino mucho más corto.  Claro está que se trataba de un Diablo benevolente, como lo son siempre los diablos recién nacidos …

Y así fue cómo se le instaló, sin darse cuenta, la idea del asesinato como una liberación.

El Asesinato, así, con mayúscula, por triplicado, acariciado primero como un amante ocasional,  pero después como un amante permanente que la fue acompañando de día y de noche, que la hacía más complaciente y plácida, más hermosa, como toda mujer que llevaba un secreto amoroso en su corazón.  Un secreto de miles de años, sólo Li-La-Lon conocía el secreto; de largo ocultaba sus cortos conocimientos

Aquellas tardes de té eran las más propicias.  Durante las noches, acostada en la cama, con la cara hacia el lecho y el occipital reposando sobre las palmas de las manos, trenzadas por los dedos, como ángel de alas cortadas, dialogaba con su compañero para tramar la muerte de sus enamorados.  (Era tan hermosa que el Asesinato retardaba la acción para no abandonarla).

Hasta que una tarde el pequeño Pi­Po­Pu dejó de asistir a la tertulia cotidiana.  Estaba enfermo, tan  enfermo y débil que a los pocos días murió sin hablar una palabra. Apenas leves suspiros y la rayita de sus ojos tristes…

Luego le siguió el rico Chun­Chin­Chun con los mismos síntomas, antes de que se acabara aquella luna, se murió taciturno Wu­Wei­Wi.

Las gentes, entonces, comenzaron a murmurar, a pesar de que los médicos dictaminaron que aquellas muertes las habían ocasionado por una enfermedad cuyo nombre excluían el asesinato como una liberación.

Li­La­Lon se fue poniendo cada vez más bella, más insinuante.  traslúcida y apetecible.  Su compañero era invisible, cauteloso y oriental.  Era un ser que trataba de obrar con premeditación perfecta y sobre seguro.  Inventar una forma de eliminación fácil, con plan cuidadosamente elaborado …

El tiempo fue pasando … 1os tres pobres chinos habían muerto de Amor.