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JULIO C. ARGÜELLO,

SU MÉTODO Y SU ÉTICA

 

Nunca podría ser una simple fórmula afirmar que la muerte del doctor Julio Argüello constituye una gran pérdida para la Universidad y para el pueblo de León.  Muchas generaciones de médicos diseminados por el país y el extranjero lo saben.  También las familias acomodadas de la ciudad y las gentes de los barrios y de las comarcas.  Los unos por Maestro, los otros por Amigo.

Para sus discípulos nunca fue un simple catedrático que decía sus lecciones o calificaba su grado de adelanto con una fría nota profesional; que se desentendía de sus problemas en cuanto cumplía su tiempo de clase o que rechazara sus reclamos.  No, el Maestro Julio, y aquí muy bien cabe la palabra Maestro, era como amigo, como padre y conductor, durante todas las horas del día, y su consejo siempre fue oportuno, aun en las cosas ajenas a la pura trasmisión de conocimientos.  Mantenía una relación, una liga espiritual constante y amable. Su método de enseñanza personal suplía las deficiencias técnicas de la escuela.  Por eso han salido de aquí muy buenos médicos.  Conducía a los estudiantes por el hospital, interrogándoles a la orilla de las camas de los enfermos, e infundiéndoles esa ética del médico, tan necesaria para el ejercicio de la profesión, el equilibrar el grado de interés económico con el sentimiento de caridad, de servicio y de bondad.

Como científico disponía de esa duda lógica frente a los casos concretos de sus enfermos. Ese «tal vez puede ser esto o lo otro», lo guiaba, pero en una medida tan inteligente, que no le impedía actuar de inmediato con una hipótesis como si fuera un diagnóstico cierto y al mismo tiempo tan prudente, que si algún hecho sorpresivo emergía, estaba siempre dispuesto a modificar su criterio y a ejecutarlo frente a las maniobras de la enfermedad y a las emboscadas de la muerte.  Nada le sorprendía y nada le paralizaba.  Con esto quiero decir que no era ni dogmático ni vacilante.  Si no, simplemente, un científico, con una verdad provisional y una honradez admirable para plegarse ante los hechos y ante las mejores o más acertadas opiniones de sus colegas.

La ciudad de León, el pueblo de León sabía quién era Julio Arguello.  Sin bombos ni platillos, modesto.  Su virtud imponía confianza.  Cuando el doctor Argüello llegaba a la casa de un enfermo inspiraba tranquilidad.  La familia se aquietaba y así el enfermo se hallaba rodeado de la calma necesaria para su curación.  Todos tenían confianza en él y sabían que lo que se podía hacer, eso se hacía.  Lo demás eran cosas de Dios o del destino.  Si alguien podía llamarse el típico médico de familia, ese era Julio Argüello.  Los datos del laboratorio o los síntomas clínicos no lo fascinaban.  Había algo más profundo en el ambiente, en las relaciones personales, en los medios económicos, en las relaciones e historia de la familia, en la reputación o situación de ésta, que contribuían como elementos de juicio, para un diagnóstico y un tratamiento.  Y esta conducta resulta valiosísima.

Hoy lo despedimos de la Universidad.  Lo recordaremos por mucho tiempo.  Puede que su cátedra sea repuesta por un buen profesional, pero su calidad de Maestro será muy difícil de reponer, porque el Maestro es efluvio de personalidad y el que venga, si es Maestro también, tendrá la suya propia y su propia característica.

Tras de medio siglo de enseñar, de curar, de asistir, de aconsejar y servir, el doctor Julio Argüello se nos va.  Como Rector y como amigo, he de decir que su maestría y amistad serán inolvidables.

 

1 de marzo de 1959.