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El entierro de Salomón de la Selva

 

DISCURSO DEL RECTOR

 

Al despedir a Salomón de la Selva, desde los umbrales de la Universidad, debemos recordar a los maestros que por más de un siglo trabajaron en el alma de la juventud y la prepararon para el servicio de la Patria.  Entre ellos, hay varones de su estirpe.

Semejantes a poetas, a santos y a héroes, se entregaron con amor de padres al cultivo de los valores primordiales del hombre.

Debemos recordar también a los precursores, a los que en el siglo XVII, iniciaron el dulce, pero rudo oficio, de adoctrinar y enseñar al pueblo para darle conciencia de su categoría y reclamo de su dignidad.

Pero hay que llamar también a los que estorbaron la realización de estos afanes.  A los que para satisfacer pasiones pusieron en manos del pueblo, bayonetas.  Y ensombrecieron y envenenaron el corazón del pueblo y echaron a hermanos contra hermanos, promoviendo discordias.

Que comparezcan aquí y presencien su propia obra y el paisaje nicaragüense tan cargado de malos presagios.  Que se pase revista a sus hechos y que la juventud aprenda a ensalzar a unos y a enterrar a otros, y se promueva así el juicio de la Historia.

A los unos para decirles: descansad en paz y dejad- nos en paz.  A los otros para decirles: levantaos y permaneced vigilantes.

Así cobran entonces otro significado, las palabras de Antonio en los funerales del César:

No vengo a enterrar al poeta, sino a ensalzarlo.  Para que nos ayude a    salvar los valores antiguos y edificar sobre ellos un hospedaje nuevo.

Un hospedaje nuevo en esta Hispanoamérica habitada por pueblos dispersos en archipiélagos: islas desunidas, rodeadas de peligros por todas partes, señoríos en donde millones de siervos se debaten en miseria e ignorancia; en los que, como en la Colonia, la esclavitud tiene otro nombre, pero reclama las mismas voces indignadas de Fray Bartolomé.

Problemas reales, concretos y palpitantes.  Problemas cuyo planteamiento comenzaría con el inventario de los valores culturales, en donde los nicaragüenses tenemos poetas de ancha y altas voces sonoras.

Aquí los poetas son la voz y la Universidad su caja de resonancia.

Los poetas invocando en voz de vocativo para que la tierra regrese como se dice en el Génesis:  «Era entonces toda la tierra de una lengua y de unas mismas palabras».

Y la Universidad nominando con voz de nominativo para nombrar y clasificar las cosas, y abrir el castillo encantado de la Torre de Babel, detrás de cuyos muros el idioma común duerme su sueño de siglos

Únanse, clamaba Rubén, todos los de estirpe hispánica y los de este Continente, con su disperso contenido.  Y búsquense las raíces comunes.

Las de la vieja España, plaza de armas de Europa.  Las de aquí, nutrida ya de voces universales, hijas del Occidente fructificando en esta tierra indígena, que no es ni Oriente ni Occidente, sino América, de singular fisonomía.

En esta parte Rubén hizo lo suyo.  Comenzó por romper la costra del provincialismo hispánico que encadenaba la sonora lengua universal: adocenada y arrogante en los finales del siglo XIX.  La misma que mantuvo a nuestra madre común de espaldas a la historia, y que la sorprendió con el desmoronamiento de los últimos restos del gran imperio. Y  es que la lengua, vehículo de la cultura, se había encogido.

La lengua y la acción se complementan.  Nada sabríamos de los héroes griegos ni de las glorias romanas sin sus poetas, sus oradores, sus cronistas. Cuántos grandes pueblos se quedaron en el olvido de grandezas y de glorias, por carecer de un lenguaje ágil, flexible, dinámico y comprensible. Tragedia fue ésta de nuestros aborígenes.

Porque en el principio fue el Verbo. En el principio fue la palabra. Instrumento y magia por donde transita el Espíritu.

Y aquí Rubén hizo del español un lenguaje ancho y profundo con viejos elementos ancestrales.  Hizo fiestas de las palabras arrinconadas como cenicientas. Aventó imágenes, parábolas y colores como nunca había sucedido.

Se subió a lo alto del Momotombo para arrojar piedras preciosas al mundo, echó la casa de la poesía por la ventana, fue como pródigo prestidigitador tirando cintas de colores y cisnes y ninfas con manos altas y abiertas por todos los rumbos, en prodigio de fantasía quebrando así las tablas de las leyes retóricas.

Detrás vinieron sus discípulos para recoger y pulir y ordenar; para podar el árbol frondoso y florido de su poesía; para quitarle los abalorios que el Maestro había dejado olvidado sobre los plintos.

Así, Juan Ramón Jiménez, parco en su tensa lira, pulsará el idioma hasta hacerlo alcanzar nuevos ecos universales.  Y la Mistral con pudor de sacerdotisa; y las playas de sal, agua y tierra, y la exasperación de Neruda; y la solidaridad con el prójimo en la poesía de Vallejos…  y José Gorostiza, y Vicente Aleixandre, y Guillén y Dámaso Alonso y Federico…  todos discípulos del Maestro que es prodigalidad, música y fantasía, y profundidad, intensidad y amor.

Entre ellos, con signos y mensajes frescos, pulcros y renovados, como corriente suave y destilada de roca que va fluyendo amable y sencilla, como quien va conservando por el ágora de América, su América, y contando la grandeza de los dioses y de sus cantores: de Píndaro en la Grecia inmortal, de la cual nos alimentamos, que cantó con calor y pompa extraordinaria y majestad de estilo a los atletas vencedores en los juegos sagrados.

Poeta a quien sintió «más cerca, más actual y más claro, más amigo» y en quien con más  simpatía conversaba, se halla nuestro Salomón de la Selva, sobresaliendo con rara cualidad humana haciendo renacer el Renacimiento, pero desde sus fuentes originales, y juntándolo, a su vez, a nuestra cantera americana, para cantar en epinicio a los atletas nuestros, al indio Mateo Flores de Guatemala, victorioso en los juegos panamericanos, como lo hiciera en siglos antiguos  el príncipe de los poetas líricos.

Y trayendo a la memoria también, para que le sirva de guía en este trayecto americano, y le inspirara con la raíz de su verbo latino, a Quinto Horacio Flaco, del tiempo de Augusto y Mecenas, de la Roma práctica y organizadora, y así evocar sus límpidas estrofas y su virtud e independencia, para traerlo, digo, e insertarlo con rara maestría fluyente  en nuestro árbol genealógico, y celebrar sus ciudades y sus dioses y «devolverle cordura a la poesía que se viene enredando en laberinto de no  saber qué decir para mejor comprender —agrega— los Santos Evangelios».

¡Qué armonía de signos y misterios traídos de la virtud pagana al ascetismo cristiano! ¡Qué sencillez en el suave ajustamiento de lo griego y lo romano, de lo hispánico e indígena: dioses griegos del Olimpo; dioses de las siete colinas; dioses indígenas! Oh, Quetzalcóatl, Serpiente Emplumada, oficiando en los ritos cristianos en donde el Amor es símbolo de gloria y salvación.

Amará, pues, su tierra, su lar y su estirpe, y ese amor lo sostendrá por todos los caminos: por los de aquí y los de allá, andados y desandados con abiertos y límpidos ojos y la voz presta a la canción.

Y ese amor lo traerá de regreso, a juntar sus huesos con los huesos de los poetas, los maestros, los héroes y los santos y a escuchar juntos las sonoras campanas.  Pero queremos que se mantenga alerta; que no descanse en paz, sino que se yerga en guerra, que entre a la historia nicaragüense y nos ayude a ponerla en pie.

Regresa, pues, en resurrección.

Regresa después de haber hecho por la Patria más que cientos y que miles de otros nicaragüenses.

La ha glorificado.  La ha hecho más grande, más conocida.

Ha construido puentes imperecederos.  Los montes se asomarán verlo.

Y nosotros pronunciaremos su nombre para sentirnos fortalecidos y orgullosos de ser sus compatriotas.

 

16 de febrero de 1959.