LA POESÍA DE RUBÉN DARÍO
(Esquema de una charla)
Al aceptar el tema La Poesía de Rubén Darío, que la Asociación de Escritores y Artistas Americanos me ha designado para esta noche he tomado muy en cuenta el tiempo relativamente corto de que dispongo y la paciencia vuestra para escucharme.
Sin duda conocéis gran parte de la obra crítica que han hecho escritores de primera división como Rodó, Gonzales Blanco, Lugones, Francisco Contreras, etc. Sin embargo, el tema continúa siendo interesante e inagotable, porque aún no ha podido llegarse hasta la misteriosa entraña de su poesía.
Hace falta localizar las corrientes que formaron esa «rara-avis» nacida en nuestras profundas noches equinocciales llenas de prejuicios y de supercherías, adentrarse en la intimidad de su vida, en su naturaleza ingenua y supersticiosa, en la tímida y pueril congoja de su espíritu, en el afán lírico de sus piedras preciosas, su lujo, su elegancia, sus cisnes y sus versalles.
Hay que buscar cómo es que pudieron anidar cosas tan dispares y contradictorias, como frailes y damiselas, perfumes paganos y olores de santidad, hechicero y gentiles hombres, apetencias panteístas y aflicciones católicas, bacanales con vinos sagrados, dionisios y cartujos, el pan de la eucaristía y el rico falerno de Horacio.
Vosotros sabéis que fue melancólico como un chontal vencido, evangélico y sencillo como un buen hidalgo castellano, voluptuoso como un cardenal del Renacimiento. Que era un joven caballero del Imperio Latino, un moro fantástico de la conquista, un polícromo pájaro de la selva tropical.
Él dijo: «Soy un hijo de América, soy un nieto de España».
Nació como nosotros de una raza nueva que es un cocktail de razas; un enrevesado mestizaje de razas heterogéneas e incomprensibles que aún no se han acomodado en el mundo. Que no está conformes con» nada, porque no les cuadra ni la religión cristiana, ni el fatalismo musulmán, ni las leyes godas, ni el olimpo griego. Somos los americanos, más que los españoles, el producto de algo que todavía no conoce su destino.
Pues que aquí en nuestra sangre hay griegos y fenicios, árabes y vascongados, ligures, chinos, indios y africanos. Al través de las gradas de las generaciones, han venido filtrándose las creencias y los apetitos, hemos juzgado a todos los dioses y con todos los olimpos, hemos sido trashumantes de todas las filosofías y nos hemos cobijado en todos los cielos universales.
¿Quién ha dicho que nuestra raíz espiritual es únicamente cristiana o latina?
Aunque Rodó haya afirmado una vez en el comentario de «Prosas Profanas» que Rubén Darío no era un poeta hispanoamericano, me atrevo a decir que no sé todavía lo, que es un poeta hispanoamericano y que, en todo caso, si lo supiera, Darío simbolizaría al poeta de nuestra raza, precisamente por esa inestabilidad de su temperamento y de su carácter.
es el indiano típico de estas latitudes que se bañó de cosmopolitismo y de gracia moderna. Por eso lo encontraréis cambiante y bello. Múltiple, imaginativo, mental, delicado, vigoroso, afectivo y mitológico.
Vosotros sabéis que la literatura española ha sido muy escasa de líricos puros. Apenas el Romancero, cómo dice Contreras, que es canción popular, y la lírica moderna de Gustavo Adolfo Bécquer, de obra reducida y unilateral, son los ejemplos más característicos de esta clase de poesía. En este sentido Darío es, con seguridad, el poeta lírico más grande de nuestra lengua. Aportó a la literatura castellana como Charles Baudelaire a la francesa, «un estremecimiento nuevo».
Hay que ver cómo Rubén limpió la mugre que desde hacía siglos venía acumulándose en el alma expresiva de nuestra raza. En el último tercio del XIX seguíamos llenos de clisés, de afectada elocuencia, de vanas pomposidades, retóricas, típicos y lugares comunes. El romanticismo del dios Hugo vino a remachar el clavo. Estábamos llenos de neoclásicos docentes y románticos artificiales. De Quintanas, Espronceda, Zorrillas, Campoamores y Núñez de Arce.
Por desgracia, algunos nicaragüenses siguen siendo todavía aficionados a estas cosas.
Por ese es que los jóvenes americanos volvieron su mirada a los franceses que les ofrecían algo nuevo y creador. Y, como los sumos sacerdotes, Rubén vino precedido de sus pajes: de Gutiérrez Nájera en México con lecturas de Musset, Gautier, Banville, Copee, Catule Méndez, de José Martí, Julián del Casal, Díaz Mirón, José Asunción Silva. Ellos empezaron a limpiar la literatura de vanas galas y de pomposidades, preparándole el camino al innovador. Por eso, cuando apareció «Azul… » en el 88 y bajo los claros cielos de América, una forma distinta de la cultura inició en la juventud una emoción diferente. ¡Los dioses helenos habían vuelto a la tierra!
Él, naturalmente, empezó imitando; imitando a Quintana en oda altisonante de El Porvenir en Nube de Verano, a Núñez de Arce, y a Zorrillo en la Cabeza del Rabí. Claro que en todo eso había algo sugestivo, soñador y raro. Acordaos que entonces tenía 18 años y que iba corriendo el 1885.
Si se hubiera quedado aquí, como muchos de nuestros poetas o literatos o científicos que vegetan por falta de medios y sobra de obligaciones, Rubén probablemente hubiera sido uno de tantos. Pero conoció a Gavidia en el Salvador y a los poetas chilenos en Santiago. Fue estudioso, trabajado y diligente. Llevaba una gran cabeza y un gran corazón. Lo demás, ya lo sabéis vosotros,
Su revolución consistía también, en haber proclamado sobre todas las leyes rítmicas el principio de la «melodía ideal» que se inició desde sus Primeras Notas, resucitando antiguas normas olvidadas y adaptando al Castellano la contextura del verso francés. No importaba que sus versos estuviesen o no ajustados estrictamente a las reglas de la retórica; que fueran cojos o mancos; lo interesante era que sonaran. En sus Poemas de Juventud, los ditirambos se hinchan un poco con algo de jacobinos grandilocuente y de retórica demagógica. Pero cuando tiene el primer desengaño amoroso, la vida se le amarga con dosis de humorismo escéptico a lo Campoamor y un tanto de Bécquer y de Mussat:
«Cuando lo vio pasar el pobre mozo».
Después viene «Azul… cuyo cincuentenario arrancó de nuevo una fresca emoción. Ya sabéis de sus imágenes relucientes y maravillosas, su lujo y su ironía, sus dibujos, galicismos, onomatopeyas y suntuosidades muy diferentes a las ruinas de un siglo literario en bancarrota.
Cinco años después son las «Prosas Profanas» y su reforma métrica trabajada a veces con la lírica de Berceo. Aquí prefiere a Gracián, Santa Teresa, Góngora, Quevedo, Shakespeare, Dante, Hugo…. Mundos de ensueño de la estética simbolista. París, Versalles, siglos galantes, mitología griega. Maravillas de Edad Media y refinamientos modernos. Poesía pictórica a la manera parnasiana. Amores sabios y cosmopolitas.
En 1905, el poeta múltiple nos muestra una nueva transformación: En «Cantos de Vida y Esperanza». Ya la libertad se había impuesto en América y comenzaba a triunfar en España. Los años lo iban madurando y era estante en que la «reacci6n contra los excesos del simbolismo proclamaba la vuelta a la espontaneidad».
Ahora tiene Rubén una llama interior muy distinta. Vuelve al viejo solar en busca de la raíz de la raza: «se juzgó mármol y era carne viva» (un alma joven habitaba en ella sentimental, sensible y sensitiva”) Anuncia el renacimiento en aquella majestuosa adaptación al hexámetro:
«¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos?»
La irónica letanía al Quijote, los sonetos de su Trébol, los monorritmos a Goya.
En «Los Cisnes» ya no son pájaros versallescos de la Pompadour o los del río sagrado de Lohengrin. Los interroga con el problema del porvenir, el apóstrofe al Presidente cazador los extraordinarios hexámetros de su Marcha Triunfal. En el Cirano de Bergerac que se quita el sombrero ante el Quijote, Rubén define su manera:
«Nosotros exprimimos los uvas de Champaña·
para beber por Francia y en un cristal de España»,
En este libro la imaginación y los sueños van apagándose para entregar al arte aquella melancolía de los recuerdos de su juventud: Juventud divino tesoro….
«y eso atroz amargura de no gustar de nada,
de no saber a dónde dirigir nuestro proa….
Pero donde realmente se define el estado de alma del poeta y sus vacilaciones, su pensamiento angustioso, como en la Agonía del Cristianismo de Miguel de Unamuno, es cuando se encuentra:
«¡entre la catedral y las ruinas paganas!”
«Cantos de Vida y Esperanza» es su libro culminante como renovación de la poesía subjetiva. En él se encuentran los más profundos sentimientos y la más íntima congoja expresada con una sinceridad y acento jamás oído en castellano. Es la angustia de su vida en lirismo musical y alado bien distinta de los lloriqueos de nuestros poetas románticos que morían de amor, se dejaban crecer la melena y se pintaban ojeras.
Sus cantos marciales, sus odas a las patrias de América en la profunda lucha racial por vivir, es distinta de las odas de Quintana o las «Chatiments» de Víctor Hugo.
Aquí Rubén Darío termina su reforma poética y dice su canción más íntima y trascendente…
En «Canto Errante», publicado dos años después, aparecen nuevas modalidades e inspiraciones de antaño. Son los días de su infancia en su Nicaragua natal; es la adoración de la naturaleza en la Canción de los Pinos, el sentimiento de antigüedad en su sueño del mare-Nostrum.
«Oh, qué anciano soy, Dios Santo…»
Aunque es verdaderamente tentador seguiros hablando de esto o del sensualismo cuadragenario y triste a lo Omar Kayan en su Poema de Otoño y del Canto a la Argentina y demás, no es posible hacerlo. Ni tampoco hablaras de la fuente de sus inspiraciones, ni de la reforma métrica y sus restauraciones, del soneto en octosílabo y e alejandrino, el endecasílabo dactílico, el dodecasílabo de seguidilla, etc.
Os diré únicamente que a pesar de los elementos ajenos que hay en la obra rubeniana, ésta aparece llena de una originalidad extraordinaria y espontánea: de una frescura y gracia personales que llegó a hacer del agua conocida, un rico vino claro, añejo y desbordante.
Y ahora, he de preguntar:
¿Rubén Darío es un hombre actual?
Algunos todavía andan por ahí imitando a quien dijo una vez, repitiendo una frase de Wagner: «Sobre todo, n imitar a nadie y mucho menos a mí». Y quien se declaró otra vez, con placer íntimo, el ser menos pedagógico de la tierra.
Si fue absurdo imitarlo porque hicieron el clisé de sus propias frases, es también absurdo seguirlo ahora en el clisé elemental de su visión de la vida. Rubén Darío es un poeta maravilloso en su época, como lo fue Goethe, Lope de Vega o el Dante. Se admira lo que hicieron para el progreso de la humanidad en el tiempo en que el destino los colocó en el Mundo.
Pero la ley de las transformaciones obliga a dejarlos quietos en sus monumentos. E modo de pensar, de sentir y de hacer de hace treinta años y bien diferente en el 1942. La velocidad con que les cosas han cambiado, la manera cómo estamos los asuntos fundamentales nos invita a reconocer lo que heredamos, pero al mismo tiempo a realizarnos de una manera diferente.
Yo creo que entre nosotros existe algo que pudiera llamarse «complejo de Darío», digno de ser examinado con detenimiento. Es como un gran regalo hecho a un grupo de muchachos. Debe haber alguna fábula de Esopo que calce aquí pero no la recuerdo…
A nadie se le ocurre ahora edificar las casas como antaño, ni andar con cuello de pajarita, ni con polleras ni remilgos de niñas ingenuas, ni con retóricas ceremoniosas. Que ahora es popular la radio, el aeroplano y las vitaminas. Que la moral es otra, las matemáticas distintas, la política diferente. Ahora. y por el momento están Freud, Einstein, Carlos Marx y Henri Bergson. Hay una realidad que irradia hacia nosotros para poner al arte sincronizado con el mundo.
Por eso es que Tristán Zara una vez dijo su manifiesto, y James Joyce su Ulyses, y Paul Valery su Cementerio Marino y Pablo Neruda sus Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada. No es posible que la música, la pintura, el verso, sigan siendo lo mismo.
Las gentes se impacientan por esto, pero no hay remedio. Lo único que han llegado a admitir es el modo» actual de hacer sus edificios y sus residencias. Probablemente confirmando que la arquitectura es la primera de las artes que prepara las transformaciones, porque es el conjunto prístino de todas ellas.
Después irán comprendiendo las cosa, que hoy parecen complicadas como entonces pareció Rubén. Sabrán lo que dijo Ortega y Gasset de la poesía con una prodigiosa metáfora: «La poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas».
Por hoy, amable auditorio, creo que es suficiente. He de terminar con estas pequeñas frases del prólogo de «Canto Errante»:
«Por lo que a mí me toca, si hay quien me dice con aire alemán y con lenguaje un poco bíblico: «Mi verdad es la verdad», le contestó:
«Buen provecho. Déjeme Ud. con la mía, que así, me place».
Febrero, 1942.