EL PADRE PALLAIS.
LOS TRES VOTOS
La muerte del Padre Pallais cierra una época en la vieja ciudad de los campanarios y los aleros. Cuando se le recuerde, los leoneses tendremos que decir: en los tiempos del Padre Pallais. Su extraña figura talar, bajo el peso d los tres votos: pobreza, obediencia y castidad, se debatía en conflictos y paradojas. Amaba lo simple y lo mínimo como su Señor Jesucristo. Sólo que nunca clamaba por su retorno como el desesperado Rubén, para que pusiera su mano de luz sobre las fieras.
Era tan cristiano como el más humilde de los pecadores y tan ingenuo como el más simplísimo de los pecadores, con fe de carbonero. Su rúbrica era un pececillo inocente, como el que dibujó el Nazareno sobre el suelo de Judea.
Si Rubén vivía entre la catedral y las ruinas paganas, Pallais se debatía entre la pobreza cristiana, de voto voluntario, y la pomposidad cardenalicia, de voto obligatorio. Desde este punto de vista su mayor conflicto era el de la obediencia. Detestaba las altas jerarquías de cualquier organización. Pensaba que todo jerarca es incapaz de comprender el dolo de la gente común, ya fuera una pobre prostituta o de un saltimbanqui.
El amor valía para él más que la justicia o que cualquier otro patrón humano. Por eso, el mejor de los actos de su Señor Jesucristo fue aquel que salvó a la mujer adúltera: El que esté sin pecado que arroje la primera piedra. Y sólo lo jerarcas, como los fariseos, se sienten capaces de lapidar con piedras puritanas.
Como buen francés, por parte de padre, tenía la finura razonadora y la claridad gala como buen español, por parte de madre, la pasión de lo místico, el arrebato y el exabrupto. Como Pascal sabía que el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Amaba a Francis James por lo sencillo y a François Villón por la picardía. Y al solemne honor castellano de Calderón o al sarcasmo ácido del converso Fernando de Rojas.
Limitada por el voto de castidad, su poesía tuvo que contenerse. Sus cabriolas quedaban enredadas en las mayúsculas primeras hechas con paciencia de siglos y de celdas. Se contentaba con llamar o los pájaros su «corazón de afuera».
Su voto de pobreza no era impuesto, pero lo llevaba incorporado a su cristianismo descalzo, vacía su talega, porque siempre andaba repartiendo lo poco que tenía y doliéndose de no poder hacer milagros para multiplicar los panes y los peces. Sus manos eran limpias y nunca supo la izquierda lo que hacía su derecha.
Abominaba de los protestantes por su estúpida iconoclastia, y su repugnancia por el arte. Él, que amaba la música y la pintura porque su verbo era así. Aborrecía a los masones por sus tontos misterios, a los diputados por su palabrería y a todo lo que le pareciera engaño o hipocresía.
Lástima este nuestro gran Padre Pallais, nuestro último gran poeta. Lástima que los tractores, el cine, el pavimento y el Punto Cuarto le hicieran emigrar a los sitios en donde podía hallar el refugio de su Brujas de Flandes, llevada a espaldas como caracol silencioso y tímido y que las escopetas cazaran cervatillos, las hondas pájaros, y el puritanismo formal de la jerarquía católica matara las procesiones, los villancicos, las serpentinas, los fuegos de artificio, para tristeza de los niños, de los bienaventurados, y de nuestro Padre Pallais, uno de ellos, que ha de formar parte, allá en el cielo, del coro de los sencillos goces, aun cuando sólo sea en las páginas párvulas del Pájaro Azul.
Septiembre 1954