Poesías y Cuentos
NOSOTROS
Los siete somos uno:
el padre, la madre y los cinco muchachos,
El mayor lleva mi nombre
(lo presentíamos
en el alfa del centauro o en arturo del boyero)
le cantábamos canciones en silencio, y le acunábamos desdesiglos,
cuando en el paleolítico
lo defendimos de los lobos y de las hormigas
de las inclemencias y de los prodigios.
Le sigue una mujer
fina y alegre, como su nombre: Marisol;
Rosario es la tercera,
formalita y hacendosa
diciendo disparates
porque a sus cuatro años
no sabe explicar las cosas,
Ambas, con sus trajes de organdí
o sus uniformes de colegialas
o los vestidos gemelos que la madre les hace
con lacitos y trenzas
pasean por los parques
como señoritas coquetas recogiendo piropos.
El que sigue es Eugenio,
fuerte, rubio y terrible;
tiene año y medio
y lanza piedras como los lustradores;
se encargado romper los cristales
y destruir los juguetes
y mancharle las planas al mayor
y ponerse mis zapatos
y sentarse en cualquier sitio a desocuparse
porque ha visto a los perros de la calle
levantar las canillas a la orilla de las puertas:
es nudista y elemental
y aulla como Tarzán.
El último
se llama Alvaro José, es tranquilo y gracioso
y dan ganas e acariciarlo,
pero no conviene hacerlo
sin protegerse con telas impermeables.
Ella y yo, con los cinco
formamos contra el mundo un solo frente,
tenemos buen humor
somos felices.
Probablemente así estaremos
hasta el momento de las liquidaciones…….
Que esa hora llegue con retraso
Amén.
1943)
CUENTOS
BAJO LA LLUVIA
Del aguacero iba quedando una llovizna. Afuera, se oía el atronador esfuerzo del río llevándose árboles y reses. Siete días de agua recia. ¡Al diablo con todos los cultivos!
Maradiaga ya estaba seguro de la pérdida. Imposible salvarse. Todo este tiempo lo ha pasado sin pensar nada, sin esperanzas de rescatar nada,
Esto no es fácil para un hombre educado en la Universidad entre latines y metáforas, trajes aseados y uñas limpias. Esta atmósfera brutal de la edad de piedra, con todo su dinero enterrado en las siembras, está bueno para otra clase de ciudadanos, los que pagan impuestos y laboran por la felicidad de la patria. Que los hombres del campo hagan esto bien que siembren el algodón y el maíz: y se mueran de paludismo. Pero que un hombre fino se meta en el lodo hasta la cintura….vamos. Un cadillac no le va a hacer la competencia a un tractor.
Ahora está oscuro y sólo las luciérnagas juegan al escondite con las pupilas. Deben ser ya las siete. Maradiaga frotó un fósforo para buscar la lámpara de kerosine y cerró los ojos al destello. Huele a hongos.
Afuera los grillos y las ranas ponen en la selva el mismo concierto de hace miles de años dejando una melancolía rabiosa y desordenada.
La gente de aquí está acostumbrada a todo. Con un poquito de monte el hombre torna de nuevo a la animalidad. No hay más que empujarlo.
Al principio resulta difícil entender a estos gañanes, pero con el tiempo va entrándose. Sobre todo cuando se tiene un poco de paciencia y algún dinero en peligro.
Siempre que enciende luz recuerda algo lejano y ancestral porque la luz es símbolo de meditación y la primera señal de cultura que dio el hombre. Fue su primer conquista. Recuerda las primeras dificultades con estos ladinos cuando uno de ellos que hacía de jefe se llevó a todos los peones. Le estaban robando impúdicamente y se enfureció de tal manera que puso nockaut al líder de un solo puñetazo. Nadie protestó, pero al día siguiente no amanecieron los bueyes en los potreros.
Fue entonces cuando se arrepintió de haberse metido a agricultor destripando terrones como cualquier pobre diablo, mientras sus amigos tomaban wiskis en los clubs de la ciudad, explotaban al pueblo a la sombra del gobierno –a él que ya era pueblo– y se extasiaban con los olores de hembras civilizadas.
Lo de aquí es completamente distinto. Esto sí es un acto heroico. Sólo el hecho de venirse a meter aquí es mil veces más heroico que el arrojo de un soldado.
Y sobre todo pudiendo ejercer el oficio mejor remunerado de mundo como es el de la política a la orilla del gobierno, de cualquier gobierno. Sólo que se necesita ser un poco sinvergüenza, pero talvez valga la pena, .
Aquí hay pésima comida, mosquitos, amibas y soledad. Una terrible soledad entre árboles y huertas para largos días. Todos estos peones, además, son enemigos solapados. En fin tal vez tengan razón. Tal ver sea la raza que se está vengando de este descendiente de aquel capitán Maradiaga o de cualquier otro chapetón de fuste.
Alguno de sus abuelos dibujó alguna parrilla de cardenales sobre la espalda de alguno de los abuelos de sus peones. Tal vez por una mala mirada o por algún pequeño -escamoteo. Todo se paga. Puede ser también que alguno de ellos sea pariente suyo. No se sabe.
De todas maneras ahora estaba pensando de diferente modo que como lo hacía en los largos corredores de su casa en la ciudad, bajo otra lluvia y frente a otros árboles recortaditos y podados, plantados en orden. Y está pensando también que los tipos más funestos de la historia de América han sido el Padre Las Casas y otros locos que nunca supieron que no sólo de Espíritu vive el hombre. Sin los esclavos indios nada de esta civilización americana se hubiera hecho desde México hasta los confines del sur.
Bueno, pero estas meditaciones no están congruentes con la brutalidad del monte, de la lluvia y de la noche. Se le adormecen de tedio, más que de sueño, los párpados, y hay un buen pretexto para beberse esa media de guaro. La lluvia va calmándose. Aquí no hay calles, ni paraguas, ni taxis, sino que barro, cañadas y zancudos. Hay un retorno al río a los animales, a la tierra. La potencia de la raza ha vuelto con la noche.
Llamó a la criada. Un poco de agua para tragarse este aguardiente que le queda.
Maradiaga estaba sentado en la poltrona con los pies sobre la mesa. La sombra del zapato se proyectaba gigantesca en la pared. Para un hombre delicado esto era grosero, casi asqueroso, pero no habla más remedio que adaptarse. De nada le servían los Diálogos de Platón que había traído para meditar, ni los Cuentos de Chésteron para distraerse, ni el Diario Intimo de Amiel para consolarse.
La criada entró. Era una muchacha recién llegada, color de hoja de milpa tostada por el sol de agosto. La tenue zaraza de su vestido se curvaba sobre los muslos. Tenía nombre bíblico: Rebeca, muy irónico en este desierto de agua.
Se oyó el quedo rumor de sus pasos. Él no se movió siquiera, pero adivinó el cuerpo nuevo en la oscuridad rojiza- como ráfaga de vida.
-Tráeme agua- alcanzó a decir.
Cuando se alejó, él se quedó pensando en la tragedia de esto: en su propia cara quemada por el sol, en sus brazos picado, de mosquitos, en la ausencia de compensaciones físicas.
«No hay duda, pensó, es la raza y el paisaje que se están vengando».
Las mariposas nocturnas revoloteaban en torno a la lámpara y pasaban rozando la delgada columna de humo negro, hasta que caían dentro, aleteando desesperadamente, como despidiéndose, hacia la muerte. Oyó los leves pasos de la muchacha- y se volvió hacia ella tratando de adivinarla con sus ojos encandilados. Le pareció como una pintura impresionista, de contornos indecisos.
Ella dijo: Aquí está el agua patrón…
Sus palabras tenían extraña tonalidad, tal como si fuera un susurro de cualquier hembra del bosque. Él se sintió un poco paternal y le miró los hombros sin intención, rozándole, ligeramente, el sedoso vello de los brazos.
Se sirvió el agua y del ardiente licor del pueblo. Afuera, en la montaña, todos los insectos se amaban. La lluvia había cesado. Los gérmenes estaban brotando bajo los terrones. Sentía el pesado perfume de la noche húmeda que contagia a las bestias. No volvió a pensar en otra cosa. El y toda ley de la naturaleza. Aquella eternidad de transformaciones fuera de toda moral humana, puesto que no es ni buena ni mala. Nacer, crecer alimentarse, multiplicarse, morir, renacer…. Hitos de la vida y la muerte.
Llamó despacio•
-.. Rebeca …
-Voy señor …
Y apareció en el umbral envuelta en una sumisa gracia púber. Era un bello producto del mestizaje. Alguno de los abuelos españoles de él, soltó, quizás, las negras trenzas de alguna abuela de ella y la acarició con dulce rudeza en señal de posesión.
Él se la quedó viendo y se fijó en la reposada ondulación del cabello y en el color dorado de la piel, más dorado por el reflejo de la lámpara, cuya luz esculpía sombras sobre la blusa.
– … Rebeca. Volvió a llamar, casi sin objetivo.
-¿Qué dice patrón?
Sin notarlo, este Maradiaga de ahora, sin chupas, ni collarines, sintió una vaga confusión. Pensó era tal vez un cierto lastre de la democracia, espada, porque de seguro, alguno de sus antepasados señor de altas voces, no se confundiría al tomar a las hembras de estos lados con derecho de señorío. Pero él, ya civilizado, y a pesar suyo, democratizado, tropezaba con el obstáculo del consentimiento.
Ella adivinó con el instinto misterioso de la especie. Bajó los ojos… El se incorporó reaccionando ante cualquier reflexión. Así son las noches inmensas del monte abolidas de palabras.
Su figura se proyectó en la pared junto a la de ella.
-Mira la sombra
Ella miró y se puso encendida.
El pensó que a la abuela de ella no se le había visto el rubor y tuvo una sonrisa para el abuelo Maradiaga. Esto era mejor, pesar de todo.
Había una dulce ráfaga interior. La tomó de las manos.
Afuera, lo noche estaba cargada de sagrados pólenes,
AFROQUININA
La mujer ya se había dormido. El muchacho todavía daba vueltas entre dormido y despierto. El hombre, en cambio, oía claramente el canto de los alcaravanes a los que la noche apretaba el pescuezo. Los zancudos giraban y giraban con s lamento delgadito, cortado en hilos tenues e hirientes. Zumbaban, se acercaba a la oreja en espirales, persistían, se iban entre murmullos como quejándose.
Al principio el escalofrío empezaba como una caricia, luego iba creciendo, le hacía en el costillar, se le pasaba al espinazo, se subía hasta la nuca.
La fiebre entraba. Los pies y las manos helándose y las mandíbulas entrechocándose sin querer. Luego los escasos vellos de su cuerpo se retorcían, se quemaban y los brazos y las piernas se le encogían y se le estiraban como esas muecas que hacen las gallinas en los últimos aleteos.
La fiebre se iba subiendo, quebrantándole los músculos, golpeándole suavemente la riñonada, casi dulcemente, como para rogarle a la mujer que lo sobara, le hiciera una apretada caricia sobre el espinazo.
Ya empezaba a sentir ese hundimiento, esa sensación de irse cayendo y cayendo en el fondo de sí mismo, abombársele la cabeza, hacérsele grande hasta salirse de las paredes de la casa a juntarse con la noche. Sí, así …la í prolongada del zancudo, retorcida esa í aguda que va enredándose y tejiendo.
El muchacho cesó de dar vueltas; la mujer no se movía. Ahora claramente sentía que se iba elevando, se subía, pasaba por encima, arriba, más arriba, y luego bajando poco a poco con el canto del alcaraván en el lleno, el aullido del coyote en el monte… bajaba hasta dentro de un pozo profundo, hondo, ancho y se dejaba caer con placer, como una hoja de papel que tranquilamente bajera planeando, con cierto gusto de irse hundiendo en recuerdos confusos y lejanos, revueltos…. y fantasías de cadejos y vacas y chichas de coyol fermentándose.
Habla llegado ya a la finura de la fiebre, a la lucidez violenta de la calentura alta y feérica, de cosas que se pueden percibir claramente. Con los ojos cerrados podía escuchar todo, completamente todo aquello que antes le era imperceptible, lo que no se puede ver ni oír a simple vida.
Escuchaba cómo e1 jelepate va entre las cañas del tapesco a digerir la sangre que se ha tragado; la pulga acomodándose repleta entre los pelos del perro la cucaracha volando entre los desperdicios de tortilla; el comején trepanando las varas de techo, transitando en sus túneles; el alacrán buscando calor entre la paja. Todo, todo podía escucharse en la alto de la fiebre, con todos los sentidos tensos y alertas, vibrátiles.
La mujer estaba embozada. El muchacho al rincón, y la mujer en medio y él a la orilla, acurrucado, viendo la sombra del perro proyectándose en contornos acuosos sobre el palenque y la roja brasa del fogón avivada, intermitente, por un viento rendijoso… más roja la brasa, ahora verde, azulada como l mosca, violeta casi y luego otra vez roja opacada de ceniza.
Siguió hundiéndose, hundiéndose, sin escuchar nada más, con voluptuosidad chata, quieta, conforme, resignada y dulce.
Se acercó otra vez a la mujer. Hacía rato la había soltado, la había acariciado largo rato. Ella tembló, se agitó terriblemente, se le apretó, le estrujó con violencia. Después se soltó laxo. Ella se había quedado dormida.
Antes estaba caliente de calentura, pero después la dejó quieta y entonces fue cuando empezó a crecerle la calentura.
Ahora todo había pasado. No sentía más deseos que hundirse, que hundirse muellemente en un hoyo inmenso,
Los zancudos hacían coro. Llovía un poco afuera y caían unas gotas persistentes, monótonas, que daban un placer.
«¿Qué hora sería?, ¡quién sabe!, habría que salirse para saber. ¿Para qué?»
Las estrellas del arado ya estaban buscando lentamente el horizonte. ..umn.
__ x __
Cuando despertó ya el cerdo hoceaba ásperamente; las gallinas hacían gárgaras de sol;·el gallo tiraba su lazo sonoro y en la rama seca de un árbol los zopilotes se calentaban con las alas abiertas con arrogancia de águilas de monedas.
Se estregó los ojos. Ni la mujer ni el muchacho se movían. De pronto las gallinas se asustaron como solteronas. El perro se apartó del fogón estirando su pereza y luego salió a la puerta meneando servilmente la cola.
Alguien venia.
Primero entró la sombra cenicienta, después la voz.
-Oye la gente…oye vos Pedro
Al momento no le reconoció y se quedó callado, pero después contestó fingiendo despertarse:
-Aquí estamos… adelante el doctor.
El doctor pasó adelante capeando las caricias del perro. El humo del cigarrillo hizo reconocimiento de los rincones y las botas claveteadas arañaron el suelo.
Era un recién llegado. Apenas un par de meses de hallarse en la comarca haciendo la práctica para su examen de doctorado. Era muy popular porque sabía aplicar la terapéutica oficial con rituales de brujería.
Hasta la vez no se había enredado con muchacha alguna.
-Bueno carajo -dijo regañando– ¿por qué te levantás tan tarde?
-Es que anoche me encendí de calentura doctorcito.
-A ve, a ver.
E hizo ese gesto que los médicos desprecian en apariencia, pero que les sirve para rodearse de misterio para impresionar a los clientes, estirando la mano para pulsar, entornando los ojos, moviendo los labios… ajummmm ajá… bueno si no … ajummmmm
-Bueno pero no tenés nada
-Sí, es que ya me pasó.
-¿Y qué sentís ahora?
-Pues así, como si me hubiera emborrachado anoche…
-Ujum.. ¿y la mujer?
¿y el muchacho?
-Pues ahí están-dijo señalándolos con la cabeza mientras se rascaba por el sobaco.
-Bueno … ¿pero no te has tomado toda la quinina que te di?
El hombre no contestó. Bajó un poco la vista escabullendo la interrogación.
-:-A ver, dame e1 frasquito para ver.
-Si es que.
El visitante escudriñó entre aquella penumbra.
¿ Dónde 1a tenés?
Pedro se fue al lecho y debajo del pantalón almohadero extrajo el frasco de pastillas. El doctor las tomó y contra la luz de la mañana hizo el cálculo en alta voz,
-Diez …doce… Al diablo no has tomado todos días.
El hombre balbuceó:
-Si, doctor.
-Bueno .. has tomado no más que un poquito, no has tomado la cantidad que te dije…Ahí se vas a fregar.
La mujer semidormida se dio vuelta haciendo crujir el varamen y se incorporó con cierta sorpresa. Al frotarse los párpados salieron a flor de ojo los turbios recuerdos de una noche tumbada de fiebres, amor y mosquitos. El hombre la quedó viendo con reproche y complicidad. La sucia manta se enredaba en las piernas colgantes y los cabellos revueltos calan sobre la oscura cara laxa y desganada.
-Bueno … Hay que darle a esta mujer y al muchacho. Ya te dije la cantidad que debéis darle.
-Si doctor, ya sé.
El doctor no dijo más. Se quedó viendo con reproche; ya sabía él de ciertas cosas de ciertos gustos de estas gentes tan cercanas al animal, tan pegadas a la tierra como los terrones y las lombrices. Estas gentes que no tenían más ánimo que el usufructo elemental inmediato de la vida. Familias cuyas mujeres salían embarazadas cada diez meses y talvez de distintos padres, cuyos hijos se perdían entre las fiebres palúdicas y las gastroenteritis. Se morían y los enterraban en cementerio improvisados, entre tablas con adornos de papelillo blanco y fiestas paisanas.
-Ya ves lo que dice el doctor- musitó la mujer. Hubo un silencio inquisitivo.
El médico contestó: Cosa de ustedes… son uno brutos.
Y cuando salió, ella bajó los ejes hacia la punta del pie que balanceaba en movimiento de péndulo.
Con indiferencia se fue levantando.
El muchacho todavía soñaba.
El hombre salió a la mañana y se quedó abstraído contemplando el monte, con la lengua amarga y el estómago ahilado.
-Comamos algo pues.
Y la mujer y él, cada uno dentro de sí, recordaban la confusa noche quebrada, los músculo golpeados, a dosis exacta de aquellas mágicas pastillas de quinina extracto de la ancestral quina afrodisíaca, que sin quitar la fiebre palúdica exalta los deseos, la indolencia de quedar uno junto al otro largo rato, larguísimo rato, con la conciencia en tensión, entre el delirio, los escalofríos, el sueño, la vigilia
Una delicia de fiebre y exaltación. ¿Para qué curarse entonces?