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EL HUMANISMO BELIGERANTE

No hay que olvidar que la noción de humanismo se halla íntimamente ligada a la de humanidad, o mejor, a la de humanitarismo.  Esto quiere decir que el amor o simpatía por nuestros semejantes y el interés por su mejoramiento, constituyen las bases prácticas del concepto de humanismo.  Cualquier otro sentido resultará falso, como ése, por ejemplo, de que el humanismo consiste únicamente en la versación de lo que llaman letras humanismo, o del de las lenguas y literaturas antiguas, o del estudio, en general, de la cultura.  Y es falso porque el humanismo erudito, hecho en laboratorios y bibliotecas, sin el calor cordial por las cosas del prójimo, no es humanismo, sino cosa fría y sin alma, o conocimiento académico simplemente.

El humanismo tiene una historia, generosa y arranca desde el preciso momento en que el hombre se mira a sí mismo, pero no para ensimismarse, sino para exponerse, desarrollando armoniosamente sus facultades naturales.  De aquí que el humanismo sea una actitud, una manera de pensar y de vivir que abarca a todo el género humano, fuera de todo aristocratismo y torre de marfil, con erudición militante para uso genérico y no ad-usum delphini.

Este es el sentido del humanismo en medio de la plaza y da comienzo cuando Protágoras, apartando la vista de los dioses, lanza su teorema fundamental de que «el hombre es la medida de todas las cosas».

«De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo; ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida humana», Ante semejante duda Protágoras vuelve la vista al hombre, que es lo que interesa, para buscar, por su medio, la verdad.  El de ser la medida de todas las cosas quiere decir que en todo hombre varía el criterio de la verdad.  La verdad, pues, es relativa y variable, según las circunstancias, y el tiempo y el espacio en que se está colocado.  De aquí que el verdadero comportamiento del sabio consista en adecuarse siempre a la circunstancia presente, en juzgarlo todo, según la medida proporcionada por la ocasión y el momento, lo cual no significa que Protágoras haya negado la verdad, sino que más bien, negaba la falsedad, la afirmación invariable de algo que no correspondía a la realidad.  Lo que es afirmado en el momento, tomando como medida al hombre que lo juzga, es siempre verdadero.

De esta manera Protágoras, viendo las cosas como ser humano, autónomo, oponía su criterio terrenal a los que pretendían verdades invariables y universales.  Bella lección, que, infortunadamente, fue olvidada por los que, siglos más tarde, se empecinaron en sostener verdades incontrovertibles y por lo tanto, antihumanas, basándose en las afirmaciones de Aristóteles, cuyos falsos seguidores tantos perjuicios habrían de causar al desarrollo de lo Cultura.

 

SOCRATES, EL HUMANISTA DEL AGORA

Sócrates nada escribió y lo que sabemos de él nos lo cuenta Platón en sus diálogos vivos, y Aristófanes en su sátira «las Nubes».  Otros también nos hablaron en favor o en contra, pero nadie negaba su genio extraordinario y su originalidad.  Su manera de vivir tan en las calles, mal trajeado y feo, descuidado de las academias, y retando a los sofistas que se paseaban ricamente vestidos, elegantes y seductores, era como una forma practicante de protestar contra las cosas artificiales que impedían el desarrollo integral del hombre.

Para Sócrates no existo una doctrina propiamente dicha; más bien es una actitud, un modo de ser como resultado de su interés por la vida y por los hombres, un fluír de conversaciones en todas partes, en la plaza pública, en los mercados, en las calles o en las casas de los ricos.  Lo que él pretende es que cada uno sea su propio Juez, esto es, situar la razón en su categoría verdadera y obligar a cada uno a examinarse a sí mismo, a ejercitar el derecho de pensar con la razón autónoma.

Por supuesto, que para tratar de convencer a los demás, o mejor para llevarles en sus conversaciones al propio convencimiento, Sócrates hubo de educarse, primero, a sí mismo: dominar sus pasiones violentas; si se encolerizaba era terrible y su fealdad, según decían, espantosa.  Todo lo cual quiere decir que tenía que estar constantemente en combate interior.  El refrenar sus instintos con el dominio de la razón, el de guiarse por ella, el de no sentirse un dios sin defectos ni errores, lo investía de un poder fascinador porque no se contentaba con reformarse a sí mismo, a ensimismarse, sino que a proyectarse hacia a los demás, a difundir su sabiduría a su alrededor.

No quiere vivir en aislamiento, sino que con los demás hombres, con todos los hombres y comunicarles el bien más precioso que ha logrado: el del dominio de sí mismo y la forma de ejercitarlo.  Esa fuerza interior qua lo impulsa hacia su prójimo es como una misión divina.  Su enseñanza consiste en estar siempre examinando y probando, no los conceptos fríos, abstractos y académicos, sino a los hombres mismos, conduciéndoles por sus propios medios a darse cuenta de lo que son.

La actitud de Sócrates es la de vivir filosofando, vivir examinando las cosas, sentirse humano y por lo tanto capaz de cometer errores y no monopolizar la verdad; combatir a los sabios que se sienten suficientes y satisfechos de sí mismos y proclamar por todas partes que lo único que «se sabe es no saber nada».  Esto es, el gran principio de la sabiduría que por siglos se perdió, impidiendo así el progreso de las ciencias y las artes y dejando para los dioses la interpretación y el cuidado del mundo y de los hombres.  Toda la sabiduría, pues, es el reconocimiento de la vanidad de los supuestos saberes y el imperativo de conocerse a sí mismo.  Pero este conocimiento de sí mismo no es el fin, sino que el camino que conduce al bien, a la práctica de la verdad, que es la salvación.

El gran maestro griego se sitúa frente a los científicos de su tiempo que pensaban contestar por medio de las ciencias todas las preguntas; porque lo que le interesa no es tan solo el saber de la naturaleza, sino el saber del hombre, que es lo único verdaderamente interesante y decisivo. El hombre se preocupa por las cosas sólo porque las cosas están en su vida, de lo contrario todo conocimiento resulta ser nocivo.  (Ya lo vemos ahora con la competencia de los científicos en la confección de armas para la destrucción de la humanidad).

El interés por el hombre, por su ser y, sobre todo, por su felicidad, es el fundamento de todo interés por el conocimiento de la naturaleza.  Pero eso no quiere decir que haya que destruir a la ciencia, sino que ponerla servicio, investigar siempre y mantener la inseparable unidad entre la razón práctica y la razón teórica.

Y lo mismo con los dioses.  El hombre no puede sacrificarse a ellos.  El hombre está por encima de ellos, si es que se tienen por existentes.

Naturalmente tenía que ser acusado de impiedad y de corromper a la juventud, irritar a los jerarcas y ser condenado a muerte.

Con Sócrates se sientan las bases militares del humanismo, y por tanto, de nuestra civilización occidental, hundida y renacida, tantas veces, por los que se creyeron, y siguen creyéndose, depositarios de la verdad absoluta.

 

DE LA GENEROSIDAD DE TERENCIO A LA DESOLACIÓN DE SENECA

El grito más generoso de la antigüedad lo da Terencio en su comedia «El Verdugo de sí mismo» con aquel admirable verso tantas veces citado:

«HOMO SUM NIHIL HUMANI A ME ALIENUM PUTO».

(Hombre soy y nada de lo que es humano me es indiferente).

Esta divisa fue posteriormente divisa del Renacimiento, y se debía poner a la desolada afirmación de Séneca, cuya filosofía moral se halla bajo el signo de la misantropía: Quotis inter homines fui, minor horno redii».  (Cuantas veces estuve entre los hombres, habría de retornar menos hombre) y que había adoptado, en la Edad Media, Kempis (o Gerardo Grote) en su sombría Imitación de Cristo.

Terencio fue esclavo del senador Terencio Lucano, quien le concedió la libertad; su estilo de escribir era correcto y fino y muchas de sus sentencias, como ésa que es tan expresiva de sentimiento humano, son citadas con frecuencia: «La fortuna favorece a los intrépidos».  «Hay tantos pensamientos como hombres».  «Donde hay vida, hay esperanza».

Hizo un viaje a Grecia en donde había de morir a los veinticinco años de edad.  De él nos habla Cicerón, a quien tanto gustaba la palabra Humanista.  El gran orador romano, en la defensa del poeta Arquías, hace un sugestivo elogio de las letras, cuyo cultivo, según el orador, «alimenta a la juventud, deleita a la ancianidad, y es, en la prosperidad ornamento y en la desgracia refugio y consuelo; entretiene agradablemente dentro de la casa, no estorba fuera de ella, pernocta con nosotros y con nosotros viaja y nos acompaña en el campo».

Si el espíritu romano tiende al utilitarismo, a derivar consecuencias provechosas de un acto, lo que a veces influye en Cicerón, sin embargo, siempre la sensibilidad y los instintos afectuosos, el humanitarismo terenciano de no serle nada indiferente de lo que es humano, acaba de triunfar en el gran orador, como ocurre, por ejemplo, en su redacción sobre la Amistad.  Cierto que en un principio habla de la amistad como político, y de las ventajas de ella desde el punto de vista práctico, pero luego se refiere a ese desinteresado sentimiento que empuja al hombre hacia sus semejantes e impele a las almas a buscar a otras para comunicarse y compenetrase entre sí.

Contrasta la generosidad ciceroniana, cuya raíz ha de encontrarse en Terencio, con la sombría actitud de Séneca que se aparta totalmente de sus semejantes para buscar en otra parte el consuelo de su hipocondría.  Este aislamiento, total, este robinsonismo, alimenta las islas medioevales que tejen su destino en una relación directa entre el hombre y Dios.  El hombre nada vale y carece de toda importancia el trato de los unos con los otros.  Desde el modo de producción feudal, que es el aislamiento económico de bastarse a sí mismo, hasta el encierro conventual en los claustros, los mil años medioevales son la expresión clásica de lo inhumano, aunque suavizado por los aires cristianos.  La desolación de Séneca es la derrota de la vida del hombre: es la intolerancia, la disciplina ascética, el gregarismo gremial, la sumisión de la gleba.  La erudición queda así recluida y para uso exclusivo de los doctos.

 

ERASMO O LA INTORLERANCIA

En el siglo XVI europeo, mientras los americanos estamos debatiéndonos en el cruce de la conquista y creando una nueva humanidad, los eruditos leen allí los tex tos griegos y se inician en las lenguas orientales.  Afloran también los escritores latinos y en el «De Officiis» de Cicerón, San Ambrosio busca, reglas para sus clérigos y Erasmo descubre en él una moral autónoma e independiente del cristianismo.  Ya comienza a comprenderse la cultura greco-latina por sí misma y no acomodada a lo que dicen las Sagradas Escrituras.  Más que los textos, lo importante es la manera de leerlos.

Al mismo tiempo, se descubren nuevas tierras, nuevos tipos de hombres, de religión y de costumbres.  La vida, pues tiene otras experiencias y no puede seguir reducida a islas particulares.  Ya la interpretación del drama cristiano de creación, pecado y redención, deja de satisfacer.  El teocentrismo, o sea, Dios en el principio, en el medio y en el fin, ya no conviene ni se acomoda a lo que se está tocando con las manos.  Y este descubrimiento deje perplejos a casi todos los hombres.  El hombre se ha libertado y acepta su propia importancia.

Lo más descollante es que los meditadores de los claustros, los fríos filósofos de las bibliotecas, pasan a su segundo plano; y emergen, en sustitución, gentes de carne y hueso: negociantes, artistas y artesanos, descubridores y técnicos, para establecer así la contraposición entre el viejo esquema y la nueva filosofía de la naturaleza.  El encuentro de ambas corrientes es tremendo, y mientras Lutero, impetuoso y desorbitado, acusa al papado de corrupción, éste echa al fraile rebelde de su seno con furia de Viejo Testamento.  Tanto el Santo Padre como Lutero hablan en nombre de Dios.

Pero alguien tiene que salir al rescate del hombre, víctima de la intransigencia.  Y éste es Erasmo, tratando poner paz en el mundo que va emergiendo, bajo un signo de erudición y tolerancia, un poco exclusiva y académica, cierto, pero dictando lecciones de humanismo a la nación europea entre la impetuosidad del fraile Agustino y la terquedad del Papa, estaba este representante del nuevo pensamiento liberal, base de la cultura de occidente.  Y con él otros que se alimentaban de los maestros griegos y latinos, cuyas obras trataban de poner en circulación ahora que había aparecido la imprenta.

Los griegos y los latinos le sirvieron a Erasmo y a sus amigos para sacar de ellos los principios de una moral altruista, independiente de las disputas dogmáticas: querían un cristianismo humanizado, flexible y tolerante.

Pero Erasmo, representante del humanismo sereno, sutil y razonable, entre los dos fuegos de la Reforma y la Contra-Reforma, luchaba demasiado espiritualmente contra la brutalidad inhumana y violenta de los intereses de su tiempo.  Había otro, aquí América, de un humanismo primitivo y protagonizante.

 

FRAY BABTOLOME, EL HUMANISTA BELICOSO

Los Reyes de España, y buena parte de los teólogos, juristas, funcionarios y frailes de la conquista y la colonización, hicieron todo lo posible para proteger a las pobres criaturas de estas Indias Occidentales de la voracidad de sus capitanes y encomenderos.  Pero Castilla se hallaba muy distante y muy diseminadas y mal comunicadas las colonias entre sí.  Al principio, el pleito fue doctrinario, esto es, de si los indios debían ser o no protegidos por el derecho natural y por el divino; y si por gentiles o por indios merecían o no trato de seres humanos.  Hubo de transcurrir algún tiempo antes de conseguir una decisión definitiva, la de Pablo III en su Bula de 1535, para que se declarara a los indios «hombres verdaderos», y por consiguiente, equipararlos en sus derechos de hombres naturales con los demás de Europa.

Pero tal declaración cristiana se debió casi exclusivamente a la lucha que sostuvo el fraile dominico Bartolomé de Las Casas, contra los tozudos teólogos de claustro y libro, entre ellos, el famoso Ginés de Sepúlveda que, fundamentándose en la doctrina de Aristóteles, defendía la servidumbre de los gentiles y la desigualdad de los hombres por su raza, su nacionalidad, su nacimiento, con interpretaciones de Viejo Testamento.

Fray Bartolomé tuvo que buscar argumentos de toda clase para destruir a Sepúlveda, y puso su coraje y su llama misionera para que su erudición funcionara en actos.  Dicen que fue el causante de la leyenda negra contra España.  Sus exageraciones pudieron haber llegado allí, pero el hecho mismo de decirlas públicamente, y de tejer el Atlántico en sus viajes de ida y vuelta a vista y paciencia de los Reyes, absuelven a éstos de toda culpa.  Fue la primera manifestación de libertad de imprenta, de crítica y censura de nuestro Nuevo Mundo, ejemplo grande para todos.

De Fray Bartolomé nadie se escapó.  Ni siquiera Aristóteles, de quien lo distanciaban casi dos mil años y a quien en su vehemencia indignada lo hacía consumiéndose en el más profundo de los Infiernos.

Su vigor y su violencia eran semejantes a los de Lutero, y su erudición no se paraba en textos y discusiones académicas, sino que encendía su palabra y la enarbolaba, incansable, por todas partes. Decía:

«Todos los indios que se han hecho esclavos en las indias del mar océano, desde que se descubrieron hasta hoy, han sido injustamente hechos esclavos… Su Majestad el Rey es obligado de precepto divino a mandar a poner en libertad todos los indios que los españoles tienen por esclavos”.

«Oficio de los reyes es librar de las manos de los calumniadores y opresores a los hombres pobres y menospreciados y afligidos y opresos, que no pueden por si mismos defenderse ni remediarse… cuando estos tales no se libran, verdaderamente, suele Dios encender y derramar su ira, y castigar y aún destruir por esta causa todo un reino, porque uno de los pecados que noches y días claman, y llegan sus clamores hasta los oídos de Dios, es la opresión de los pobres desfavorecidos y miserables».

Estas son las conclusiones a que llegó:

«La primera, que todas las guerras que llamamos conquistas fueron y son injustísimas y de propios tiranos.

La segunda, que todos los reinos y señoríos de las Indias tenemos usurpados.

La tercera, que las encomiendas o repartimientos de indios son iniquísimos, y de per se malos, y así tiránicos, y la tal gobernación tiránica…».

Y así por el estilo.

Es el humanismo más tremendo y combatiente de nuestra América, y con él se abre la historia.  Es la semilla de esta  agitación y vitalidad que padecemos, agónicamente, y que da la medida de nuestro vigor.

 

LOS HUMANISTAS CENTROAMERICANOS QUE PREPARARON EL LIBERALISMO

La enseñanza que se impartía en la época colonial se basaba principalmente en el «ratio».  Los maestros eran Cicerón, Aristóteles y Santo Tomás: retórica, filosofía y teología.  Esto era como si el mundo no pasara de la Edad Media y a su alrededor girara todo el Universo.  El qué salía graduado de aquí se le llamaba humanista y era tanto más sabio cuanto mejor supiera recitar de memoria los discursos del romano y los principios de física del estagirita.  De Santo Tomás, ni hablar.  Era la última palabra en todos los órdenes del saber humano y divino.  Aún sigue siéndolo para algunos.

Pero por encima de esta losa de tremendo peso tradicional, alguien, de vez en cuando, sacaba, aunque tímidamente la cabeza.  Entre ellos y muy principal, este buen costarricense graduado en Guatemala, don José Antonio de Liendo y Goicoechea.  Sin proponérselo siquiera, sentó las bases de la rebelión.  Se salió de los claustros ortodoxos y se acercó al siglo, a conversar con los hombres y a pensar por su propia cuenta examinando con cautela científica las cosas que le rodeaban y a leer lo que venía de Europa con aires cartesianos.

Goicoechea abandonó el escolasticismo e introdujo con José Flores, la enseñanza del método experimental.  He aquí un párrafo de José Dolores Gámez en la «Historia de Nicaragua»:

«Fue únicamente de 1795 en adelante, es decir, veintiséis años antes de nuestra emancipación, que la enseñanza en Guatemala se extendió al estudio de la Física, Química, Matemáticas y Ciencias Naturales, debido a los esfuerzos de Goicoechea y Flores.  El primero, escudado en su hábito de monástico fue a Madrid en los tiempos de Carlos III, estudió noche y día y volvió trayéndose la última palabra del movimiento científico del siglo XVIII de Europa; mientras el otro, por la observación y con el auxilio de su gran talento, se adelantaba a Galvani y Balli, en experimentos físicos sobre electricidad y a Fontana en las estatuas de cera, para el estudio de la anatomía».

El abuso del método deductivo, típico del escolasticismo impidió en España y sus colonias como lo impidió la Edad Media para el resto de Europa el desarrollo de la Cultura.  Ató al hombre a ciertos principios que se tenían como incontrovertibles; por siglos esas verdades pesaron sobre la historia del libre pensamiento y obstaculizaron el conocimiento del mudo y del hombre.  Se necesitaba un esfuerzo tremendo para liberarse de semejantes trabas e intentar así la evidencia, por la observación y la experimentación, de aquellos principios, o tener el valor de declararlos como meras hipótesis o rechazarlas definitivamente como falsedades.

La ciencia, por estos caminos cautelosos, rompe las barreras de las llamadas verdades definitivas y esquivas y derriba el orgullo y la suficiencia.  Los primeros pasos para llevar al conocimiento de un mundo nuevo, el mundo del Renacimiento, lo dieron los científicos en nuestra Centroamérica, que se atrevieron a desafiar a finales del siglo XVIII, los cimientos de una teología con pretensiones científicas, de una retórica anquilosada.  Con Flores y Goicoechea comenzó a dudarse de todo y a comprender, en parte, por lo menos, que lo que se decía del mundo no era definitivo.  Era como un retorno a la humanidad socrática, al grito de Terencio, a la tolerancia de Erasmo y al fervor de Fray Bartolomé.

 

EL HUMANISMO, ESTADO DE EMERGENCIA

Se ha peleado mucho en la historia para rescatar al hombre de sus dioses y de sus inventos, y cada vez es más peligroso el camino.  Es por ello que hay necesidad de mantenerse en constante estado de emergencia, en combate continuo para tratar de zafarse de las mallas que lo tienen ceñido.

Si en una época fue la teología su cárcel, y en otra el cesarismo, o la razón raciocinante, o el sexo o la economía, ahora todos estos hilos se hallan sumados, y se han resucitado otros desde el fondo de la historia.  Todos los flancos del hombre están rodeados, los fantasmas que creó para su servicio se han hecho de carne y hueso y le exigen su existencia como aquellos seis personajes en busca de autor de Luis Pirandello.

Más que una deshumanización de la ciencia, del arte, o de la política, lo que se está operando es una antihumanización, o sea, un estado activo para deshacer y desintegrar a su inventor, para hacerla objeto de su propia experimentación o esclavizarlo en nombre de entidades abstractas que se llaman sociedad, estado o clase, y, peor aún, sacrificándolo a ideas absolutas denominadas la justicia, la verdad, la belleza o el bien.

Nunca, tal vez, se haya pasado por una época tan tremenda como ésta, en donde, con toda urgencia, se requiere un poco de «humanidad» para salvarse a sí mismo de la ciencia o de la democracia para apuntalar ese enorme edificio que se nos está viniendo encima desde sus cimientos, La nueva edad del espacio, el secreto del átomo y la tensión política internacional someten cada vez más a los hombres, cualquiera que sea su calidad, a un servicio absoluto y esclavizarlo.  Se exige de las Universidades científicos de ciencia pura, y técnicos, para objetivo determinado, y se obliga a los artistas y a los poetas a subyugar la imaginación a esos objetivos, La libertad, único medio dentro del cual puede desarrollarse dignamente, se halla cada vez más restringida, y ya ni siquiera se puede estar solo.

La obligación de todos los que dirigen, y muy especialmente de los educadores, es la de compenetrarse de ese peligro de automatismo hacia el cual nos encaminan los acontecimientos y salvar al hombre del abismo, por todos los medios que se hayan al alcance.  Los sacerdotes, los periodistas, los maestros, los artistas, tienen que salir a su rescate.  Devolverle sus sueños y su libertad.  Darle alegría.  Fortalecer aquellos valores morales inapreciables que le sirven para mantenerlo erguido.  Enseñarle en los colegios y en todas partes cuál es el ideal del hombre como persona, y no como número con huellas digitales.  Que venga un nuevo Renacimiento y no una nueva Edad Media.  Esto es, una nueva valoración que le dé aplomo y orgullo de ser él mismo lo que es.

Por ello el humanismo debe ser una beligerancia permanente e infiltrante por todas partes.  No debe ser tan sólo una carrera separada de las demás Facultades en una determinada Universidad, sino que debe correr al paso y a la par, desde los primeros momentos de la educación y en todas y cada una de las asignaturas o materias de que consta cualquier clase de enseñanza.  En las ciencias matemáticas o químicas, en la medicina y en el derecho, en la secundaria, en la primaria o en la normal, debe hacerse un constante ejercicio de humanismo, de considerar al hombre como centro primordial de toda acción y de enseñarle qué es la libertad y cómo es que se maneja.

Esto es lo que podíamos llamar humanismo beligerante, combatiente, que ha de enfrentarse al criterio de la Ciencia deshumanizada, del Estado inhumano, de la Democracia antihumana, o de cualquier tipo de valor, entidad o filosofía que quiera situarse más arriba del hombre y no bajo su servicio.

 

EL HOMBRE Y SU MEDIDA

Nadie se baña dos veces en el mismo río.  Porque todo fluye y corre, todo es cambiante y huidizo.  La corriente de Heráclito nos lleva hasta el mar, donde tampoco hay reposo.  Federico lo dice desde el misterio de su poesía, vaticinio y fatalidad de este agitarse y moverse, de este caminar sin rumbo, perseguido y persecutor para cumplir la condena del errante.  Hierro y yerro.  Cadena y equivocación.

Agua, ¿dónde vas?

riyendo voy por el río

a las orillas del mar…

Mar, ¿adónde vas?

río arriba voy buscando

fuente donde descansar…

Chopo, y tú ¿qué harás?

no quiero decirte nada …

¿Yo? … ¡Temblar!

 

Eso es, no otra cosa queda: temblar De esta agua escapada, la dialéctica hegeliana va mojando y regando la aventura del vivir; y de lo que es función idealista -circo donde el alemán ha puesto a Platón en traje de mallas– otro alemán, pero judío, saca cintas de colores del sombrero de copas de su sombrero de copas de su materialismo dialéctico para deslumbrar al público.  ¡Y qué deslumbre!

Ni mesura ni límite.  El signo es desmedido y la consigna violencia.  Antes que el orden de las cosas, las cosas mismas; antes que la calidad, la cantidad.  Turbación e hipérbole.

Contra esto, el olvidado aforismo de Anaxágoras, ahogado en el caudal que se ha salido de madre, arrastrado por el ímpetu furioso de un tropel de masas.  Prisa y confusión.

«De cualquier modo que todo haya de ser, y de cualquier modo que todo haya sido y no sea ahora, de cualquier modo que todo sea, el Espíritu es el que lo ha puesto en orden».

Y aquí el Espíritu que ordena, es la Inteligencia.  Ya hubo un general que interpretó el orden identificándolo con la paz varsoviana.  No recuerdo si fue aquel español, que, agitando el muñón, gritó brutalmente: ¡muera la Inteligencia!

Pero he aquí que el orden es el conjunto, la unidad del hombre. No una parte de él, no una abstracci6n de él, sino que su totalidad, su integridad.  No abdicando lo general por lo particular, lo concreto por lo abstracto, lo necesario por lo contingente… que esto únicamente ha de servirnos como instrumento o como medio, o método, para juntar lo disperso, para ordenar lo desordenado y concertar lo desconcertado.

El hombre, ahora es «medio hombre», ya que no está enterado.  Lo es a medias cuando solamente es médico, ingeniero o político… porque está partido en dos, ocupándose de su oficio y desocupándose de su ser completo,… de su totalidad.  Pierde el equilibrio, tan grato a la inteligencia, y gana el desorden, tan grato a la brutalidad.  Su ciencia no es la sabiduría.

Para Descartes son la Totalidad y la Unidad, palabras preferidas.  Cualquiera cosa que diverja o singularice, le parece cosa del diablo.  El principio de unidad es el que pone paz en la discordia y armoniza a los rebeldes.

Para el francés, hay una tendencia innata al aislamiento y la discrepancia, pero también, penetrando por la única puerta del «Cogito» descubre, a la vez, el principio unitario iluminado por el espíritu.

Cierto que el judío alemán quiere juntar en la síntesis la contraposición materialista de la tesis y la antítesis, pero sólo en lo provisional y emergente, porque de nuevo insufla delirio de persecución y la condena, de inmediato, a convertirse en fuerza de choque al servicio de la discordia.

Lo mejor, enseñan los griegos, no es lo mayor.  El bien no está en las cosas, sino en el orden de las cosas; en la medida, es decir, en la noción de los límites.  De la cantidad no recibimos sino decepciones.  Masas, cosas y número, abrumando, oscureciendo la paz y la concordia.

Habría, pues, que integrar o completar la unidad, humanizándola.  Someter a la medida, acotar y enterar

Si el río corre, queda el cielo y la tierra y los árboles, que no han de marchar con el agua, sino quedarse con el hombre.

De lo contrario exclamaríamos con la angustia de Federico:

Qué deseo, qué no deseo

¡Por el río y por el mar…!

(cuatro pájaros sin rumbo

En el alto chopo están).

 

UNA FILOSOFÍA HABITABLE

«Tú que estás con la barba en la mano

Meditabundo,

¿has dejado pasar, hermano,

la flor del mundo?».

  1. D.

Hay una edad en el hombre, cuando el otoño deja caer las hojas de la melancolía, en donde afluyen dos corrientes misteriosas.

La una, exigiendo la carne del diablo.  La otra, arrastrando los huesos a Dios.  Intensidad y Eternidad.  Cruce en el cual no se sabe si dejar de vivir o comenzar a filosofar.  Punto, entre la catedral y las ruinas paganas, donde la divina Psiquis del divino Rubén reparte sus dos alas de cristal.  Congoja repetida en toda la historia universal del espíritu, al igual que en el secreto de cada conciencia.  El sensual goce de la primavera que pasa, contra la gloria intelectual de toda la existencia futura.  La compañía de la hermosa Gretchen del viejo Fausto, al precio de la del Ángel Custodio de Eugenio d’Ors.

Aquí está Pascal diciéndolo: o la vida o la inteligencia.  O la obediencia a las razones del corazón que la razón no conoce, o los ardores de la razón en que el corazón no palpita.

Allí el hombre hace girar la rueda de su fortuna, o mejor, de su infortunio.

Comentando aquellas palabras que reflejan la angustia terrible Mauricio Barrés, el provinciano: «La vida no tiene sentido…!  Desear siempre y saber que nuestro deseo, que de todo se alimenta-, ¡no encuentra nada que le satisfaga!», Coleone Donvile sitúa los dos opuestos entre los cuales pugna lo doloroso de nuestra condición.  De un lado, el ímpetu sin freno de las pasiones del ánimo; del otro, la exigencia imperiosa de la mente que no se resigna ante el desorden de nuestra naturaleza, sino con fórmulas claras y precisas.

Hay el lenguaje seductor que nos invita a sentir ardientemente nuestra vida, pero que nos cobra, como precio, la desilusión.  Es la amargura que deja la vida, y la diosa salida de la espuma, al día siguiente.  En el lecho quedan abandonadas las rosas marchitas de la primavera.

Hay también otro lenguaje, nada cautivante, contra las potencias elementales que nos obligan a ceñirnos a la disciplina de la razón, a vencer la tentación embriagadora, de los instintos.  Pero… y aquí está de nuevo Barrés para decirnos, que toda esa fría comprensión del exterior nos lleva menos lejos que lo harían cinco minutos de amor…

«Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos.

Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos».

Para Rubén Darío no hay solución posible: llama a las virtudes y a los pecados capitales en su auxilio.  Antes que decidir el camino, prefiere confundirse echándose al ruedo de la desesperación.

Esta batalla, este remolino de las dos corrientes misteriosas tienen su agonía en todos los caminos por donde el Espíritu ha pasado.  El color combatiendo con la línea en la pintura; la palabra contra el silencio en la poesía; el barroco y el clásico en arquitectura; el liberalismo y el conservatismo en política; el gas y el claustro de acero de la dinámica…

Entre el sentimiento y la razón, entre la creencia y la ciencia, se debate este otro vigilante de Unamuno que se deja oír al borde de su trágica zozobra: «Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo».

No hay hombre que haya dejado de sentir esa terrible angustia que en los altos espíritus tiene contornos de tormenta; aun en lo pequeño de lo cotidiano aparece el combate interior trenzando la vida, imprimiendo un íntimo desasosiego ante las contradicciones que nos ofrece, para alimentar la congoja, nuestra existencia.

Desde la pregunta de la otra vida que no tiene respuesta, hasta esa otra de la pasión y el deber diario, que tampoco la tiene. ¿Cómo conciliar esos extremos?

Las almas simplistas pueden decidirse de una vez por todas: ahí está la fe del carbonero que huye de la razón, contra la razón pura del científico que no admite fe.  Las rosas, dice el poeta, son la divina esperanza del jardín.

La renuncia, dice el asceta, es el silencio oscuro del claustro.

Pero, para los hombres todos ¿dónde se encuentra la fórmula conciliadora? ¿Dónde la calma para nuestras apetencias o el calor para, nuestro razonamiento? ¿Hacia qué lado echar nuestro corazón? Abdicarlo al servicio de la razón o dejarlo al garete para que lo arrastre la corriente del apasionamiento.

Donvile cita a Pascal haciéndole decir que el corazón y la inteligencia han sido «dos caballos cuyas riendas sostiene y que van siempre de frente, sin que el uno pueda nunca esperar ganar el otro», El autor de los «Pensamientos» cree encontrar la solución —inútilmente por cierto— acatando el rigor de una superior disciplina, para salvarse por la puerta luminosa de la fe.  Y acalla su dramática querella yendo a encontrar la paz y la salud a los pies del crucifijo católico.

Mauricio Barrés, sin la fe vigorosa de Pascal, cae en el escepticismo, esa enfermedad del fracaso, ese abismo dentro del cual nunca se acabe de caer.

Barrés sabe que «sus frenéticas ambiciones son vanas; pero esto no le impedirá seguir con gritos más fuertes, más insensatos, pidiendo felicidades que sabe imposibles y embriagándose de una esperanza cuya inanidad advierte».  La voz sabia y prudente de la razón no baste a silenciarle las pasiones.  Hay en la primavera pámpanos floridos y dulces otros de miel en el otoño.

Y aquí de nuevo Rubén consolándose en la Dedicatoria de sus Poemas do Otoño:

«Te lamentas de los ayeres

con quejas vanas:

¡aún hay promesas de placeres

 en las mañanas!»,

Pero le resulta tan vana la queja del ayer como frágil la promesa del mañana.

Unamuno, español por sus treinta y dos costados, no se conformará con la infalibilidad de la iglesia, ni con la razón raciocinante del escepticismo, ni con la vacía esperanza tardía del poeta.  «La trágica historia del pensamiento humano —dice— no es sino la trágica lucha entre la razón y la vida; aquella, empeñada en raciocinar a ésta… y ésta, la vida, empeñada en vitalizar a razón obligándola a que sirva de apoyo a sus anhelos vitales.  No hay modo humano de conciliar lo inconciliable.  La paz entre estas dos potencias se hace imposible, y hay que vivir de su guerra.  Y hacer de ésta, de la guerra misma, condición de nuestra vida espiritual».

En definitiva. Nada.

La única solución, tal vez, es la que expone Donvile: Apasionarse, pero con lucidez.

«El bárbaro cede al halago primario de sus pasiones; el asceta las anula; el hombre que no es ni bruto ni santo, el hombre sencillamente inteligente, las toma en la palma de la mano y las espiritualita.  Espiritualizarlas, es decir, someterlas al orden armonioso de nuestra pobre comprensión, que pobre y todo, es el único jardín donde pueden florecer las bellas formas y madurar los frutos más delicados».

En un discurso a los estudiantes de arquitectura de Madrid, Eugenio d’Ors cree encontrar la armonía en aquel equilibrio de Andrea Palladio: «La proeza está en alcanzar la razón a cambio de un poco de condescendencia inteligente».  Y en términos tangibles, el estilo del italiano: Abajo el orden dórico, expresión de fuerza, Arriba, el jónico, cifra de gracia.  El primero, reproduciendo la proporción del cuerpo viril donde la longitud del pie debe ser la ser la sexta parte de la altura total; mientras que el segundo traduce la proporción femenina en que el pie debe valer solamente la octava parte.  Así, en su alma, la geometría se hace luz.

Razón y Corazón.  Dialéctica sin síntesis.  Al conciliarlos, encontraríamos una filosofía habitable. ¿Habitable?

Bajo el edificio, seguirían su curso las dos corrientes misteriosas. A veces plácidamente… a veces, saliéndose de madre.

Lo terrible sería llegar a un remanso.  Porque si se detiene, adquieren la palidez y el frío de la muerte, donde no hay ni angustias ni zozobras…

 

LA RISA, SIGNO DE HUMANIDAD

La risa es atributo exclusivo del hombre.

Los indios se ríen.

Luego los indios son hombres.

Con este silogismo, el más útil de cuantos se han fabricado, el Papa Paulo III se dedicó según la leyenda a declarar a los naturales del Nuevo Mundo «hombres verdaderos».

El pleito había sido planteado en Roma (entonces todos los caminos iban a Roma) por los encomenderos de la colonia y por Fray Bartolomé de las Casas.  Los primeros, alegando que eran seres irracionales y que, por lo tanto, podían servirse de ellos bestias de campo.  El segundo, asegurando que ese trato era ilícito por cuanto pertenecían a la misma especie del Santo Padre y de los encomenderos, aun cuando el color de barro crudo hiciera pensar lo contrario.

Con el soplo del Paraíso Dios infundió a su muñeco el don de la risa.  Que su muñeco después de comer la manzana agregara la sonrisa, es otra cosa.  La risa es el espíritu; la sonrisa, la clemencia.  En todos los períodos de la historia donde la risa ha brotado, también ha brotado la indulgencia, la transigencia, en fin, las virtudes que se originan de la Bondad, madre de la sabiduría, de las ciencias, de las artes…

Desgraciadamente nunca falta quien agüe la fiesta: es decir, quien eche agua al vino para contradecir al Hijo del Hombre ‘en las bodas de Canaán.

Y así tenemos a ese Savonarola flamígero y terrible, enemigo de la amable sonrisa del Renacimiento.  A ese Lutero iracundo y rencoroso rompiendo imágenes, abominando del color y la línea y obligando —tiempos después— a poner calzones a los desnudos de la Sixtina que los alegres Papas de la época de Paulo III mandaron a pintar para delicia de los ojos.  Y es claro, tenía que inventarse un dios germano y testarudo que afilara el pico a las águilas negras.

De ese rigor puritano salió aquella frase de los conquistadores ingleses que se pagó tan cara: «el mejor indio es el indio muerto».  También salieron el mercantilismo, el industrialismo y toda la maquinaria materialista que ha puesto en fuga a la sonrisa.  De este mismo rigor: su consecuencia, el marxismo.  Carlos Marx, en las bodas de Moscú, trasegó sobre el amable vino de Cristo un tonel de bilis…

Hay ahora una palabra tras de la cual todo el mundo trata de escudarse.  Es una palabra tan usada y tan cómoda como un zapato viejo.  Se llama: Democracia.  Se pronuncia diez mil veces al día y con ella se rotulan cosas tan sublimes como hospitales, tan abominables como prostíbulos, tan cotidianas como pulperías.

Sin embargo, nadie la entiende.  Tanto los rusos  como los yankis la reclaman para sí.  En vano se escriben folletos, libros, periódicos para acomodarla a polos tan opuestos.  A los dos extremos de la horqueta, donde gira el cochinillo de la humanidad ensartado por un asador.

Pues bien, hay una manera de distinguir la democracia humana de la que no lo es.  La Oriental de la Occidental.  Y es, llevarla a un laboratorio, colocarla en una probeta y echarle un infalible reactivo: La Risa, o mejor, la Sonrisa.

Ensayemos: de Stalin nadie se reía; ni caricaturas ni chistes.  Nada de bromas mi amigo: ni tirarle de los bigotes, ni pasearlo en calzoncillos por las piscinas de los periódicos.  De Nikita… es cierto que él mismo se ríe; pero recuerda a cierto animal del desierto.

Ni Hitler ni Mussolini permitieron la risa.  Ni Lutero.  Ni Savonarola.  Ni esos severos puritanos que se enriquecieron con el contrabando de ron por el lomo del Caribe.

En cambio a Eisenhower le hacen tantas bromas como le hicieron a Truman y a Roosevelt.  Tal vez es un síntoma muy débil, pero, en fin, un síntoma.  Lo malo es que también sirve para quo se burlen de nosotros e, inclusive, de la Democracia.  Y es porque a la risa le hace falta el último toque: La Bondad.

No es lo mismo la risa del diablo que la de un querubín… y, máxime, si va pasando por la calle con un modo de andar de stewardesa…

 

MANSEDUMBRE Y DULZURA DEL NUEVO TESTAMENTO

Y era dulce y suave su nombre como lo había dicho el Señor por el profeta.  Aconteció en la diafanidad inocente del Nuevo Testamento en el mismo paisaje árido de la Judea Bíblica nutrida de voces de Dios.  Maderas perfumadas de los cedros del Líbano.  Espicanardi y mirra. Tierras calcinadas…

Aconteció como el profeta habla dicho: «He aquí, una virgen concebirá, y parirá un hijo, y llamarán su nombre Emmanuel, que interpretado quiere decir: “Dios con Nosotros».

Y fue su linaje y descendencia desde Abraham, filtrándose por la piedra de las generaciones.  De catorce en catorce generaciones sobre las gradas del Viejo Testamento.

«He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, que apareje tu camino delante de ti».

Es blanco y rubio, más señalado que diez mil, como lo dijo su abuelo Salomón en el Cantar de los Cantares.  Su cabeza, oro fino.  Sus guedejas crespas como manadas de cabras que se muestran desde el monte de Galaad.  Sus labios como un hilo de grana y su habla hermosa.  Sus ojos como de las palomas que están junto de los arroyos de las aguas, que se lavan con leche, que están junto a la abundancia.  Hermosas son sus mejillas como una era de especias aromáticas entre los zarcillos.  Sus labios, lirios que gotean, mirra que pasa.  Sus manos, anillo, de oro engastados de jacinto.  Su paladar, dulzuras…

Ya Jehová lo había anunciado con el ceño adusto y la barba intrincada.  En el principio de los tiempos su cólera sublime era expresada en rayos, truenos y cataclismos.  Habla que meterse en la piedra, y, esconderse en el polvo de la presencia espantosa de Jehová y del esplendor de su majestad.  «Y meterse han en las cavernas de las peñas, en las aberturas de la tierra de la presencia espantosa de Jehová…» Voz en coro de sus cuatro profetas mayores, secas de acusaciones y húmedas de lamentos para el pueblo elegido.  El cielo debió estar rojo y las nubes negras y los rostros verdes.

Desde lo más alto de las nubes Jehová hablaba a los hombres con el entrecejo hendido de arrugas y las manos crispadas de ira.

En el principio de los tiempos, cuando los hombres y las cosas vivían entonces de años y de sufrimientos por su poder, Jehová tuvo que combatir y matar mucho.  ¿Luzbel el rebelde… por ventura no hubo de abatirle la altivez de sus ojos y bajarle la soberbia de su corazón? ¿Y los otros dioses, los falsos? ¿Los Júpiter y Brahma y Osiris?

No hay mal que dure cien años.  En los tiempos .bíblicos se decía: No hay mal que dure cien siglos.  La cólera del Hacedor tenía que ir menguando.  En el Antiguo Testamento permaneció su viejo humor altivo: ¿Acaso el hombre, carne hecha de barro, a quien puso en el mundo con un solo soplo, no pretendió burlarse de El en el Paraíso?

Él le advirtió: «De todo árbol del huerto comerás.  Más del árbol de Ciencia de bien y de mal, no comerás de él… » Y aunque es cierto que Varona fue la primera, nuestro padre Adán por darle gusto comió también.  El Hacedor sabía lo que iba a suceder con la desobediencia.  El, con su sabiduría hizo la tierra y la luz y el hombre y los animales, según el Génesis.  Tuvo a bien echar a un lado las leyes de la física que el hombre no hubiera notado si se abstiene de comer fruto de ciencia que es pecado de herejía: que es crítica a la obra de Jehová.  ¡Oh, si nuestro padre Adán hubiera comido el fruto del árbol de la ignorancia!

Castigó a los hombres.  Humilló a los hombres: «Crié hijos y lo; levanté a grandes, y ellos se rebelaron contra mí»

Hubo de mandar a su propio Hijo para que con la sangre de su sangre, la carne de su carne, los huesos de sus huesos, redimiera a los hombres del pecado…»

»Y como fue nacido Jesús en Belén de Judea en días del rey Herodes…»

Su primer discurso será el discurso de las bienaventuranzas.  La parábola homicida de la piedra de David, será ahora en labios del Hijo del Hombre, curva abierta de paz y de perdón sobre la tierra.  Derramará el ungüento de su palabra sobre el alma de la humanidad dolorida de golpes por el señor de los Ejércitos.  Hará el milagro de las resurrecciones, curará al paralítico, multiplicará los panes y los peces para dar de comer a las gentes.  Hará la parábola de la simiente, la de la viña, la de la red echada en el mar.  Se rodeará de doce pobres apóstoles.  Aconsejará al mancebo que abandone la riqueza.  Marchará con el polvo en sus sandalias por los largos caminos de Judea y será calumniado de escribas y fariseos de quebrantar las tradiciones.

«Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen… «

Ahora, con fiestas y ritos paganos celebran la Natividad.  Sus apóstoles no andan en harapos.  Su corona de espinas es ahora de oro.  La sangre de su divino costado es de rubí.  Sus lágrimas, de diamantes.  La mano que se alzó sobre el mundo para decir: «Amaos los unos a los otros» tiene una espada.  Una cruz y una espada en las blancas manos que abominaron del hierro.

¡Oh Jesús de Galilea, sentenciado por el Sanhedrín! ¿no sabes que ahora eres Cristo Rey? ¿Pero no de tu Reino celestial, sino de este Mundo? ¿No sabes que Pedro te sigue negando?