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RESPUESTA A UNA CARTA SOBRE ORATORIA

 

En estas mismas columnas de La Noticia, el doctor Alberto Sevilla S., escribió una «Carta al Rector» sobre un tema de mucho interés para los nicaragüenses, y, en especial, para los estudiantes.  Se trata del lamentable decaimiento de la Oratoria, una de las artes de las cuales nos hemos jactado de ejercer con maestría, y que ahora, por razones que trataré de explicar, ha venido a zonas que se hallan por debajo del nivel del mar.  Decir nicaragüense en el exterior es decir «pico de oro», porque, según la fama, nos ponemos a hablar de tal manera que la gente queda convencida de lo que decimos, o, por lo menos, con miedo de que se les convenza.

Pero eso ocurre solamente en conversaciones o en discursos de, más o menos, poca monta, y no cuando se trata de oratoria en concursos organizados, y en especial, organizados para estudiantes como ese de El Universal de México que se celebra en el Palacio de Bellas Artes periódicamente, y de cuya ausencia nicaragüense se queja el doctor Sevilla, porque allí hemos salido mal parados.  A tal fenómeno es al que se refiere la «Carta al Rector» para ver si éste puede explicarlo satisfactoriamente.

Estos concursos de oratoria de estudiantes requieren, en primer término, ejercicio, y desde muy temprana edad.  La materia prima nicaragüense para hablar en público es notable, pero he aquí algunos de esos defectos de que adolecemos; a saber:

La prosodia, o sea, el «casi-canto», que decían los griegos.  En este arte de pronunciar las palabras, primer requisito para la buena oratoria, nos hallamos en deficientes condiciones. Basta para comprobarlo con tomar una muestra de nuestra habla en una cinta magnetofónica y reproducirla de inmediato, para que ese espejo del sonido nos devuelva una pronunciación terrible de sílabas y letras, mutiladas y descoyuntadas.  Y si a ello se agrega la entonación o «canto» nos sorprenderemos de hallar tales defectos, que, al escucharlos, quisiéramos mejor «meternos dentro de la tierra».  Semejantes reproducciones quedarían aún más resaltadas si las comparásemos con un párrafo de buena pronunciación castellana dicho por alguien que emitiera sus voces profesionalmente.

Es cierto que los defectos prosódicos fueron muy comunes a famosos oradores nicaragüenses, y aun a los que quedan vivos, pero se les ha disimulado, porque han sustituido con su talento estas deficiencias y, además, no han entrado a concursos.  Por otra parte, ahora, ocurre que se han multiplicado las escuelas de declamación, o radiodifusión, de suerte que el público tiene mejor conocimiento de la buena pronunciación y entonación y eso se califica en cualquier parte aun cuando parezca no contar.

Los ademanes: Un medio eficaz para conocer el defectuoso manejo de nuestros ademanes y gestos se halla en una muestra cinematográfica.  Es, a veces, desconcertante el reconocer el espectáculo de nuestros brazos como aspas, levantándose o bajándose desgarbadamente en un intento de darle fuerza a nuestras palabras y animar su significado; los gestos cómicos de nuestras caras cuando estamos en el período más trágico de un discurso, y, en fin, en la falta de elegancia, aun para abotonarse el saco, tomar un sorbo de agua, pasarse el pañuelo por las manos, meterse éstas a la bolsa, etcétera.

Si el público se ha dado ya cuenta de lo que es una buena pronunciación, por la locución de algunos profesionales de la radio, también se ha dado cuenta de los buenos modales por el constante trato con algunos actores de cine, que se presentan en la pantalla después de un prolongado y severo adiestramiento.

El uso del lenguaje: Un vocabulario muy reducido, un mal empleo de términos y de su significado, una defectuosa construcción de frases y un arrítmico remate de períodos, son muy comunes actualmente entre nuestros estudiantes oradores, por la falta de conocimiento del idioma, o sea, el instrumento con el cual se espera convencer o conmover, y cuyo torpe manejo equivale al de un ejecutor de piano, que en un concierto digite malamente las teclas por su bajo virtuosismo o desconozca las intenciones musicales de los compositores que interpreta.

El orador es un artista, y más concretamente, un actor.  Debe adiestrarse como tal y hacerlo concienzudamente en aquella rama de su inclinación: ya sea oratoria política, forense, literaria o de simple exposición científica.  Pero lo importante en todo ello es la elección correcta y variada de las palabras y su colocación armoniosa y técnica en sus oficios dentro de la oración.

Y, sobre todo, huir de los lugares comunes, de las frases de cajón, las cuales desafortunadamente, se nos meten por todos los poros y nos salen al paso cuando tratamos de rellenar algunos huecos del discurso, a causa de la pobreza de nuestro ingenio.  «Los clisés» o ripios de esta naturaleza son aún más comunes en discursos de elogios fúnebres, como aquello de «pundonoroso militar», «honrado padre de familia», «miembro distinguido del foro nicaragüense», etcétera, en donde los adjetivos se pegan de tal manera a los nombres, que cuesta separarlos y nos acompañan en el subconsciente como aquellos conocidos insectos remolcadores.

El tema: En la clase de concursos oratorios a que se refiere mi distinguido corresponsal, se suele conceder al sustentante la elección de su propio tema cuando hace su primera aparición en público.  La impresión que causa es decisiva, puesto que se trata de la primera vuelta eliminatoria.  Si ha tenido el acierto de elegir un buen tema, de estudiarlo en sus raíces y ramificaciones, de expresarlo correctamente, de presentarse con buenos ademanes, gestos, pronunciación y entonación, quedará clasificado sin duda para entrar de lleno en el verdadero certamen.

Esta primera vuelta es muy importante, claro está, pero no es exactamente la piedra de toque del orador, puesto que pudo haber preparado muy bien ese discurso, e inclusive, tener unos tantos más de reserva, bien estudiados y hasta aprendidos totalmente de memoria.  El nudo de la cuestión viene en la segunda vuelta, cuando el tribunal calificador elige los temas y le da a escoger entre unos tres, por ejemplo, para que desarrolle uno de ellos, dándole escasas horas para que confeccione su plan de exposición y tomar datos que puedan ayudarle. Naturalmente que el tribunal calificador ofrece unos tantos de acuerdo con los antecedentes del concursante, s clase de estudios e inclinaciones, y no diferentes o alejados de su conocimiento.

Y es aquí en donde se aprecia ya el fondo mismo o la preparación académica del sustentante: su conocimiento de la historia, del derecho, de la ciencia, de la sociología, de la literatura, en fin, de la gama necesaria que equilibra y solidifica su inteligencia y que le otorga el aplomo necesario para proyectarse sin miedo y discutir con serenidad frente al público que lo escucha y de los jurados que lo examinan.  Esta sí es la decisiva e intrínseca prueba de un orador, y no el de hablar por hablar, porque el tema que va a desarrollar demostrará que lo que dice lo ha estudiado por largo tiempo, despacio y con firmeza, y que no está improvisando tonterías, sino que está manifestando su calidad de disciplina académica tal como un atleta lo hace después de un prolongado adiestramiento.

Un orador no siempre improvisa, según lo cree el vulgo, cuando al ponerse en pie, no lleva papel alguno.  Un orador dice ordenadamente lo que ya sabe de mucho antes, aunque trate de dar la impresión —y eso es asunto de estilo— de que en ese instante está bajando la paloma anacreóntica o las lenguas de fuego de Pentecostés.  Y para poder hablar con seguridad debe haberse instruido en muchas otras materias, tenidas, a veces, como lejanas al asunto al que está dedicando en ese momento, su atención.

El tema, pues, que debe desarrollarse en las vueltas eliminatorias de un certamen de oratoria, debe hallarse respaldado por muchos años de estudio ordenado y académico, para poderse presentar con aplomo, soltura y elegancia.

Las conclusiones: Aunque las anteriores referencias son muy incompletas, ellas, sin embargo, dan idea de las imperfecciones de nuestros estudiantes en el arte de la oratoria, las que se pueden notar de inmediato cuando se ejercitan en las aulas, ya sea en conferencias, charlas o simples lecciones, o cuando acometen discursos polémicos en sesiones estudiantiles o toman participación en actos públicos en el Paraninfo.

Tales defectos son difíciles de corregir en la Universidad, porque no tenemos profesores especialistas todavía en esas disciplinas, y, además, los estudiantes ya vienen creciditos de la secundaria y con manías bien arraigadas.  Lo más que puede hacerse, y es lo que se hace, es darles alguna indicaciones, y ponerlos a hablar para quitarles temores y acostumbrarlos al trato con el público, en la creencia de que las cosas se aprenden a hacer, haciéndolas.

En resumen:

Que nuestra ausencia de los concursos de oratoria, específicamente el del diario El Universal de México, después del primer rotundo fracaso que sufrimos, se debe a que los estudiantes se han dado cuenta de que no están capacitados para presentarse a tales concursos.

Que  semejantes  males  provienen  de  su  falta  de adiestramiento en los años de la secundaria y que, en consecuencia, es preciso que en los institutos correspondientes, particulares o del Estado, se le dé cabida a tan nobles ejercicios y se recomiende muy especialmente la traída de profesores de oratoria que vengan a los colegios en forma rotativa para que enseñen tal arte a los estudiantes, los pongan en competencia, y saquen d ellos  el mejor fruto posible para ir así formando un grupo que nos represente airosamente en el exterior.

Y con lo escrito ya parece haberse demostrado mi intención de tratar de responder a una carta muy interesante escrita por un distinguido profesional que presenció varias veces, en el Palacio de Bellas Artes de México, la pobre aportación nicaragüense del principio, y la ausencia total de ahora en un certamen que, como el de Oratoria parecería, engañosamente, estar a punto de favorecernos.

El «pico de oro» ha quedado, pues, relegado a las mesas de tragos y a los amenos chistes de tertulia.  Lo que tenemos que hacer ahora es trabajar por elevarlo a la categoría de «liga grande», tomando en cuenta algunas de las recomendaciones que se dejan apuntadas.

15 de noviembre de 1957.